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El Régimen I: La Resistencia Cap 2

Capítulo 2: El Agente

Las lágrimas rodaban por sus mejillas en silencio. ¿Qué era lo que había ocurrido? Tan sólo unos cuantos minutos atrás él se encontraba tranquilamente comiendo su desayuno, preparándose para ir a la escuela. ¿En qué diablos estaban metidos sus padres? ¿Qué habían hecho para causar tal conmoción? Su mente trataba de comprender y encontrar respuestas a tantas preguntas que se le habían formulado los últimos diez minutos. Su tía también había estado involucrada con ellos, ¿acaso toda su familia estaba metida en ese lío? ¿Por qué no le habían contado nada? ¿Y si pertenecían a la resistencia? Sus padres nunca dieron signos de estar metidos en nada ilegal. LOS CONOCÍA. O al menos eso pensaba.

El sujeto dijo que ellos habían traicionado al gobierno. Eso significaba que estaban en un gran problema. Pasó una mano sobre los ojos y limpió sus lágrimas. Las preguntas que lo invadían luchaban por hacerse espacio contra la preocupación por sus padres.

Exhaló en un largo suspiro, girando los ojos hacia arriba. El corazón le palpitaba tan fuerte que podía escuchar los latidos en sus oídos. Bajó la mano al suelo, topándose con la computadora de pulsera. Al pasar una parte del dedo sobre el cristal, una pantalla holográfica se abrió encima de la pulsera, iluminando débilmente el espacio donde se encontraba.

Observó la interface, notando que no era un computador cualquiera. Las aplicaciones estaban alteradas. Al irlo explorando, observó que el gadget no había sido diseñado por un usuario común. Casi todo se encontraba restringido por contraseñas o identificaciones específicas de usuario. Su aspecto físico era como el de cualquier otro (un simple brazalete plano de color negro brillante), pero el software mostraba que había sido fabricado para alguien que se dedicará más que a los negocios.

¿De dónde lo habían obtenido? A pesar de toda la tecnología que se disponía en esos años, ese tipo de computador de pulsera habría valido demasiado dinero debido a las aplicaciones que contenía y el modo en que estaba diseñado. Y lo más raro, es que el gobierno también lo quería; los hombres habían preguntado por él.

Ernesto volvió a suspirar para tratar de serenarse. Se quedó pensando un momento más. Volvió a recordar cada suceso de lo que había acontecido desde que su tía llamó. Trató de ver todos aquellos detalles ocultos durante su vida que posiblemente olvidó, algo que le revelara qué era lo que ocurría. Se encontraba solo, frustrado y con miedo.

¿Qué era lo que el gobierno quería de él y su familia? Todos odiaban al gobierno, por supuesto, pero su familia siempre se portó de una manera tranquila y pacífica respecto a éste, más trabajando para el ayuntamiento. ¿Qué los diferencia a ellos de las demás personas? ¿Y qué era lo que él mismo hizo como para que no lo dejaran ir? ¿Qué se suponía que él debía saber según lo que había dicho el hombre?

Sintió el inicio de un calambre en la pierna derecha y reaccionó. Su cuerpo seguía en la misma posición desde que había entrado ahí, congelado a causa del pánico. Aunque posiblemente sólo habrían pasado cinco minutos desde que todo quedó en silencio, a él le parecían horas y, a la misma vez, segundos.

Cada minuto que transcurría era esencial. ¿Qué les harían a sus padres las dichosas “autoridades”? Quiso salir pero recordó la advertencia que le dio su padre y pensó que probablemente estaría alguien afuera esperándolo con una navaja justo para degollarlo. Se sentía inútil y desprotegido ante la situación. Volvió a recordar a su familia, y otra vez lloró.

Una vibración lo despertó. Con un sobresalto, abrió los ojos para ser cegado por la luz que emitía el computador. No sabía si había dormido un minuto o tal vez diez horas; la espalda y las piernas le dolían. El computador seguía vibrando en su muñeca.

Llamada entrante.

Tenía miedo de responder. Con todo lo que había sucedido, ahora le tendría miedo incluso a su propia sombra. Su padre le dijo que alguien iba a comunicarse con él, pero no le dijo cómo, ni quién. A la mejor, el computador era el medio. Fuera como fuese, quería salir de ahí y encontrar a sus padres.

Pausadamente, movió un dedo encima de la opción verde y contestó la llamada. Todas las aplicaciones desaparecieron, quedando en su lugar un hombre con un suéter negro y una capucha que le cubría casi todo el rostro, exceptuando los ojos. Al fondo se notaba una pared de un color grisáceo, y por la postura del hombre, pudo ver que aquel lo veía a través de una pantalla como la que tenían en su cocina.

-¿Pedro Palacios? –La voz del hombre se escuchaba fuerte y autoritaria, ya entrada en años.

-N…n…no –Ernesto no pudo esconder su nerviosismo y miedo. Su voz era como un susurro.

-¿Quién eres tú? –preguntó con autoridad.

-Su hijo, Ernesto.

El hombre se quedó en silencio, examinándolo.

-¿Y tu madre, Regina?

-Tampoco está.

El hombre cerró los ojos y exhaló. Ernesto no veía su rostro, mas sin embargo, pudo intuir sus expresiones.

-¿Dónde se encuentran?

-No… no lo sé –Ernesto no sabía si debía contarle más o no. No sabía si eran esas personas las que su padre le había dicho que se contactarían con él. Dudó unos momentos y al final decidió contestar. Total, ya muchas cosas habían pasado y estaba seguro que no iba a ser lo último que ocurriría-. Hace unos momentos unos sujetos entraron por la fuerza y se los llevaron a quién sabe dónde. No sé qué es lo que ha ocurrido y simplemente quiero que acabe –se le formó un nudo en la garganta-. Sólo yo pude ser medio salvado.

-Bien… Ocurrió lo que no queríamos que ocurriera. Sus padres, joven Palacios, son un valioso elemento para nosotros. Su pérdida es algo muy importante.

-¿Mis padres estarán bien?

-No le quiero dar esperanzas, pero haremos lo posible por traerlos de regreso. Por el momento, necesitamos protegerlo a usted. Mandaré a un agente a su casa ahora mismo. Quédese donde está y no salga hasta que se le ordene; corre mucho peligro, joven Palacios.

-¿Qué es lo que ha ocurrido? -insistió Ernesto, su desesperación se hacía más que obvia-. ¿Qué va a pasar? ¿Quiénes eran ellos? ¿QUIÉNES ERAN MIS PADRES Y EN QUÉ ESTÁN METIDOS? Nadie me ha dicho nada. Quiero saber qué es lo que ocurre con todo esto.

-Comprendo su situación, joven Palacios, y se explicará todo en cuanto esté con nosotros. Ahora sólo pediré su cooperación, y obedezca al agente que irá por usted. Repito: No salga hasta que se le permita.

La imagen se apagó de golpe antes de que el chico pudiera responder. La pantalla volvió a su aspecto normal.

Ernesto estaba más confuso que nada y supuso que seguir preocupándose sólo alargaría su sufrimiento, por lo que se dedicó a buscar la manera de relajarse. Por suerte, el computador tenía uno que otro juego instalado.

El tiempo se le hacía eterno. No sabía cuál era la hora exacta cuando entró en el agujero, pero el reloj ya marcaba las diez de la mañana. Su cuerpo le dolía y comenzaba a sentir urgentemente la necesidad de ir a orinar. Además, el hambre se hacía presente, con tan sólo unas cuantas cucharadas de cereal era imposible mantenerse satisfecho durante todo el día.

La urgencia por encontrar un baño se hacía más necesaria cada vez. Sabía que no debía moverse por y para nada de donde estaba, mas no aguantaba. Sus piernas le dolían por la posición incómoda, le pedían a gritos que estirara su cuerpo. “No salgas hasta que se te permita”, volvía a repetir mentalmente la voz de la persona desconocida para calmar sus ansias; “corre mucho peligro”. El chico se golpeaba los muslos en un intento de contener las ganas. Después de unos minutos, ya no pudo más y decidió salir. Al final de cuentas, lo peor ya había pasado, o eso esperaba.

Pausadamente, empujó la pequeña pared que lo separaba de la realidad. El corazón volvía a latirle frenético; no sabía que era lo que le esperaba afuera. Siguió empujando, poco a poco, hasta que se topó con el sofá. Suspiró. Si movía el sofá de golpe, el ruido se escucharía en la parte de abajo y ¿qué tal si alguien se encontraba ahí? Siguió empujando con suavidad. Sentía cómo vibraban los objetos al raspar el sofá con el suelo. Al menos no se escuchaban ruidos en la parte de abajo. Empezó a ver un haz que se dibujaba en los bordes del cuadro y el aire fresco se hizo presente. Finalmente, la puertecilla cedió.

“Crac”

El sonido resonó por todos los lugares. Ernesto acercó la mano al pecho, esperando lo peor. ¿Alguien habría escuchado? Se quedó inmóvil unos segundos. Al comprobar que nadie subía por las escaleras, continuó su acción, sin otro inconveniente.

Dejó sólo el espacio lo suficientemente grande como para que él cupiera y, poco a poco, salió precavido. Se colocó en cuclillas al lado del sofá, esperando por si alguien aparecía, pero no, estaba a salvo.

La recámara fue destrozada. Había cosas tiradas en el suelo, la cama destendida, los cajones volteados, la ropa saqueada. Parecía que un tornado había pasado esa misma mañana por ahí.

Aunque quiso, no se puso en pie, era miedoso pero no tonto. Posiblemente, alguien vigilaba las ventanas, preparándose para atacar por si veía movimiento. A gatas, siguió avanzando, tratando de no hacer ruido, cuidando de no enterrarse algo en la mano de los escombros que estaban regados. La recámara olía a la colonia que usaba su padre, y el envase se encontraba en el suelo en pedazos, con el líquido derramado.

Conforme atravesaba el pasillo, se fijaba en las demás recámaras. Habían sido revisadas exhaustivamente. Estaban iguales o peor que la de sus padres. En todo el trayecto se mantuvo alerta por si veía algo moverse o alguna sombra.

Llegó al baño, sin problemas, y se puso de pie. El lugar, aunque no tenía muchas cosas, también estaba ligeramente alterado. Alguien había tirado una toallita para las manos en el piso, la tapa del retrete fue retirada, y el cancel de la ducha se encontraba golpeado. El cajón donde se guardaban algunas medicinas había sido abierto y revisado. Con un fuerte chorro descargó su urgencia, orinando en la porcelana para no hacer ruido.

Esta vez salió encorvado, con menos preocupación. Decidió echar un pequeño vistazo por la ventana que daba al patio trasero. Sigilosamente, miró, tratando de que no se asomara ninguna parte de su cuerpo.

Cuando pudo lograrlo, tuvo una extraña sensación de angustia al ver la escena: el perro tirado sobre el suelo, con los ojos y la boca entreabierta; de ésta emanaba un charco de sangre que se expandía sobre la cabeza del can. El animal no presentaba signos de haber sido torturado, ni golpeado, ni cortado de ninguna parte del cuerpo. No recordaba, en ningún momento, escuchar que el perro ladrara, o aullara, o algún sonido que haya delatado cualquier crimen.

Si eso eran capaces de hacerle a un perro, que ningún daño les hacía, ¿qué les iba a ocurrir a sus padres? ¿Ya estarían muertos en ese momento o aún seguirían con vida? El estómago gruñó por dentro mientras trataba de sacarse las imágenes de la cabeza con sus papás en la misma posición y circunstancias que el perro. La idea lo aterraba.

Ernesto movió la cabeza de un lado a otro repetidamente, esquivando toda clase de mal pensamiento. Se dirigió hacia la recámara donde debía esperar a que alguien llegara por él. Ni siquiera se preocupó por agachar un poco la cabeza cuando pasó. Justo cuando estaba a punto de entrar al pequeño hueco, escuchó unas pisadas sobre el pasto de su jardín delantero.

La recámara de sus padres daba justo hacia la calle y, por ende, al jardín delantero de la casa. Había dos ventanas y, aunque dudó en hacerlo, la curiosidad finalmente le ganó. Con mucha precaución, se colocó a un lado de la ventana, asomando la cabeza sólo lo necesario para poder ver qué ocurría.

Una mujer de cabello negro y largo, hasta casi llegar a la cintura, caminaba en dirección a la casa. Llevaba unos jeans ajustados, tenis, una playera rosa debajo de una camisa color morado y unas grandes gafas que cubrían casi la mitad de su rostro. Por lo poco que veía de su cara, se notaba que era una mujer guapa y, al menos, si no era agraciada totalmente del rostro, su cuerpo le ayudaba mucho.

-Lo siento, señorita, no puede pasar.

Por ponerle tanta atención a la mujer, no se dio cuenta que enfrente de la puerta había un hombre vestido de negro, con gafas, muy similar a los que habían entrado momentos antes. Parecía que su función era restringir el acceso a la casa.

Desvió la mirada de aquellos dos para observar el entorno que rodeaba su hogar. En los alrededores había una cinta amarilla que acordonaba el área, marcando su casa como zona peligrosa. Las puertas y ventanas de todos los vecinos de alrededor se encontraban cerradas, con las cortinas abajo.

-¡Pero necesito ver a mi tía! –protestó la muchacha.

-Aquí no se encuentra nadie, señorita –repuso el sujeto-. Lo siento mucho, pero tendrá que irse, no puede estar aquí y nadie puede entrar.

La chica hizo un gesto con la boca en una señal de desesperación, dio media vuelta y caminó. Aunque dijo que quería ver a su tía, Ernesto no la recordaba como prima, ni siquiera se le hacía conocida.

Cuando estuvo a punto de llegar a la acera, la chica se detuvo en seco, y se volteó nuevamente, esta vez con una expresión más dulce. Se acomodó el cabello en un tono coqueto y, a paso ligero y sensual, se dirigió con el sujeto otra vez.

Llegó justo enfrente del hombre, girando la cabeza a ambos lados, como si esperara que nadie la fuera a ver. Se tocó el trasero y parte del muslo con la mano izquierda, deslizándola hasta donde ya no alcanzaba. Con el dedo índice de la mano derecha recorrió desde la mejilla hasta la altura del ombligo el cuerpo del sujeto y regresaba a la altura del pecho en un siniestro coqueteo.

Ernesto veía cómo la chica se insinuaba sexualmente sobre el hombre. Éste perdía la compostura lentamente, con su cara adoptando tonos más rojizos y sonrisas morbosas que seguramente escondían pensamientos no aptos para menores. Ambos hablaban, pero era como si se susurraran al oído; Ernesto no escuchaba nada. De un momento a otro, los gestos de la mano de la chica comenzaron a apretarle los brazos y hombros al tipo. Pronto, se vieron sujetando su cuello mientras él le tomaba por la cintura.

Con una mirada cómplice, ambos sonrieron. El sujeto se soltó de la mujer, caminó hasta la acera, y miró hacia los lados comprobando que nadie estuviera al pendiente de ellos. Regresó a paso decidido. Ella le sonrió, ambos entraron a la casa.

Ernesto oyó el portazo cuando ingresaron. Fue rápido, pero silencioso, a ver el interior de la casa; era más movido por el morbo que por su seguridad. Con paso cauteloso, se dirigió hasta la cima de las escaleras, colocándose de rodillas a una distancia donde pudiera observar qué era lo que ocurría.

La parte de abajo se encontraba igual de desmoronada que las demás habitaciones. Los sofá de la sala habían sido revisados exhaustivamente, todo parecía saqueado; los pocos cuadros que se encontraban colgados en las paredes también habían sido movidos y otros retirados de su lugar, yaciendo en el suelo. Era un caos completo.

La chica entró primero y se acomodó, sutilmente con tono juguetón, en el sofá. Aunque había dicho que era sobrina de la madre de Ernesto parecía que no le sorprendía ver la casa saqueada, sin preguntarse dónde estarían sus familiares. Se mordió los labios, se reclinó en el sofá y se peinó el cabello con los dedos. El sujeto entró enseguida. Hizo una cara como si la temperatura de su cuerpo fuera a consumirlo y caminó hacia la chica, arrojándose hacia el sofá, encima de ella. Se trenzaron en una maraña de brazos y cabello mientras se besaban apasionadamente. Fue tanta la excitación, que rodaron, cayendo al suelo, moviendo el sofá, y sin importarles en lo más mínimo el ruido.

Ambos se pusieron de pie, sin separar sus bocas. Ernesto notó que la chica lo medio manipulaba a él; era como si fuera un vals y ella dirigía los pasos. Aunque el sujeto estaba entretenido y gozoso de la experiencia, ella demostraba más una actuación, con los ojos puestos en la sala, buscando algo.

El hombre aprovechó a besarle el cuello. Mientras él no la veía, ella hizo un gesto que demostraba que quería quitárselo de encima y largarse de ahí lo más pronto posible. El sujeto estaba tan entrado en su excitación, recorriendo cada centímetro del cuerpo de ella, que no notó que la chica se llevaba su mano al bolsillo del pantalón. Ernesto quedó asombrado, y de momento, todo aquello que le había parecido surrealista debido al cambio de suspenso a una especie de película erótica, volvía a tomar el rumbo que llevaba.

La chica sacó un extraño tubo de metal con un botón rojo en uno de los extremos. El hombre aún se encontraba metido en su libido, que no se dio cuenta de lo que ella hacía. Levantó su mano con decisión, y, con una sonrisa malévola, golpeó al sujeto justo en el cuello con el artefacto, por debajo de la nuca. Se oyó un golpe secó, como si inyectaran aire. El hombre abrió los ojos y la boca tan grandes como podía, pareciendo que la excitación había llegado a su momento culminante. Tornaba los ojos en busca del oxígeno que no recibía, se ahogaba. Se separó de la chica, llevándose la mano justo donde había recibido la inyección. Movía la boca desesperadamente, tratando de tomar alguna bocanada de aire.

-Estúpido –dijo con desprecio la chica, mirando cómo se apartaba de ella.

El hombre miró al techo y los ojos se le pusieron en blanco, después se desplomó sobre el piso, quedando completamente inmóvil. Parecía estar muerto.

Ernesto se llevó las manos a la boca y contuvo la respiración. El chocar de sus dedos con su cara produjo un ruido que no pasó desapercibido. La chica volteó instantáneamente, dándose cuenta de la presencia del joven.

-¡HEY! –le gritó.

A Ernesto ya no le importó ser sigiloso. Como pudo, se puso en pie y corrió hasta la recámara de sus padres, donde debía esconderse nuevamente en el hueco. “Soy un estúpido”, se decía a sí mismo una y otra vez. El corazón le palpitaba tan rápido que creía que de un momento a otro explotaría. Los pasos de la chica se escuchaban recorrer la escalera, entre corriendo y saltando cada peldaño.

Antes de que pudiera acomodarse en el lugar donde estaba oculto, una mano lo tomó por el cuello de su camisa y, con una fuerza que no correspondía a su cuerpo, lo jaló, tumbándolo de espaldas en el suelo, sacándole todo el aire. Trató de luchar, pero antes de que pudiera hacer algo ya lo habían sometido. Con una rapidez y agilidad asombrosas, la chica logró ponerlo bocabajo, le sujetó ambos brazos por las muñecas tomándolo con la misma mano, y con la otra le aplanó la cara contra el suelo.

-Yo…yo…yo no vi na…nada –dijo Ernesto muy nervioso. Supuso que pelear contra ella iba a ser una pelea perdida. Él nunca había sido un buen luchador y se notaba que ella no era una mujer común y corriente.

-¿Quién eres y qué haces aquí? –le preguntó ella, calmada pero firme.

-E… enserio, yo…yo…yo no quiero problemas, en serio, yo me quiero ir.

-¡RESPÓNDEME¡ ¡¿QUIÉN ERES?!

Esta vez, ella preguntó bruscamente levantando la voz mientras le presionaba más la cabeza y le retorcía las manos. Ernesto sintió el dolor recorrer su cuerpo; cerró los ojos, apretando los dientes.

-¿Quién te ha dado esto? –preguntó nuevamente la chica mientras le golpeaba la muñeca donde estaba el computador.

-Mi…mi papá.

Como si la palabra hubiera sido una súplica de piedad, ella aligeró la carga sobre su cuerpo, soltándolo un poco, manteniéndolo sometido todavía.

-¿Cómo te llamas?

-E… E… Ernesto.

-¿Ernesto Palacios?

-¡Sí! Te juro que yo no tengo nada que ver en esto –se apresuró a decir-, no sé qué ha ocurrido. Yo sólo quiero que todo esto acabe y me quiero ir. Quiero saber qué pasó con mis papás, qué es lo que ha pasado y…

-¿Dónde estabas escondido? – lo interrumpió de golpe, dejando de someterlo.

El chico señaló el lugar, sin cambiar de posición.

-Justo ahí.

La chica fue a verificar el hueco, ignorando al chico por completo. Se dirigió al pequeño cubículo, lo examinó mientras palpaba suavemente el entorno. Ernesto se sentía desconcertado, ella primeramente parecía a punto de asesinarlo y ahora estaba revisando el lugar donde se había ocultado. Se preguntó a sí mismo si debía correr y tratar de huir, o esperar en la habitación para ver qué ocurría.

Se colocó bocarriba sobándose las muñecas. Se puso de pie mientras observaba a la chica. Ya de cerca pudo verla mejor: apenas era uno o dos dedos menos que él de estatura, lucía joven, tal vez unos pocos años más que Ernesto. Su piel era blanca, casi pálida, y tenía una mirada que no muchos podrían soportar.

-¿Eres tú el agente que me prometieron? –se le ocurrió preguntar.

La chica se enderezó y volteó a mirarlo. Lo examinó de pies a cabeza, dos veces, como si fuera una extraña criatura, y después desvió su mirada a la habitación, estudiándola como lo había hecho en la sala de abajo. Caminó por la recámara, revisando los cajones que se topaba.

-Así es, formo parte de los agentes especiales y vine por ti –le respondió sin dejar de husmear en la habitación.

Del bolsillo de su pantalón, de donde había sacado el raro artefacto anterior, sacó una pequeña navaja y comenzó a rasgar el colchón de la cama, buscando algo entre la espuma y los resortes. Ernesto la observaba de pie.

-¿Puedo saber qué haces? –preguntó él, un tanto ofendido.

Ella dejó su tarea y volteó a verlo. Mientras se ponía de pie e iba a rasgar el sofá, sin hacerle caso, le respondió:

-Te recomiendo que hagas una rápida maleta con dos cambios de ropa y te pongas zapatos cómodos. En tres minutos nos iremos.

-¡Quiero saber qué diablos pasa!

Ella dejó de hacer lo que hacía, posándose enfrente de Ernesto, con la navaja apuntando a su cara.

-Te estoy diciendo qué vas a hacer. Ahorita no estás para dar órdenes, tenemos el tiempo muy limitado y de ti depende que nos maten a ambos; y créeme, si es necesario, no tendré compasión en sacrificarte. –Pareció calmarse y volvió a hablar- Por cierto, necesito que te pongas una gorra o un sombrero, algo que te oculte la cara.

Ernesto se quedó callado, mirando cómo apartaba de él la navaja. El asustado chico asintió y se fue a su recámara. Tomó dos pantalones, dos playeras, la gorra y tres calzoncillos, “uno más por si acaso”, pensó. La respuesta de aquella chica lo había dejado perplejo. No sabía qué iba a ocurrir y el miedo comenzaba a convertirse en desesperación. ¿En qué diablos estaban metidos sus papás?

Guardó todo en una mochila y se quedó de pie en medio de la recámara, pensante, viendo hacia el vacío. Tenía miedo, y mucho, pero igualmente tenía dudas, y eran muchas más. No podía creer lo que estaba sucediendo y toda su familia estaba metida en ello, al parecer.

-¿Vienes o te vas?

La chica estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándolo fijamente. Él se colgó la mochila al hombro, siguiéndola.

Bajaron sigilosamente la escalera. Miraba todo con especial atención, la casa era un caos. El hombre seguía tirado en el suelo, sin moverse.

-¿Está muerto? –preguntó Ernesto.

-Sedado –respondió la chica sin dejar la atención que en ella se concentraba-. Al parecer el lugar está despejado –dijo volteándose hacia él-. Vamos a la cocina, toma algo rápido del refrigerador y guárdalo en tu mochila.

Ernesto asintió.

Se dirigió a la cocina y, como se lo esperaba, todo era un caos. Cajones volteados, el refrigerador abierto, cubiertos, vasos y platos rotos, y hasta parecía que la llave del fregadero había sido forzada y raspada; la basura estaba volteada y sobre el piso se regaba el jugo de la comida. Olía mal.

Ernesto esculcó entre la alacena. Cogió unos paquetes de galletas, guardándolos en la mochila, luego se dirigió al refrigerador y tomó dos peras, una manzana y una banana. Se quedó quieto y suspiró. Cayó en la cuenta de que su amigo estaba atrás en el patio, muerto. Su única mascota había sido asesinada. Se acercó a la ventana que daba al patio trasero, viéndolo tirado en un charco de sangre. Apretó mucho el nudo en la garganta que se le formaba, no quería llorar, pero la preocupación era alimentada por la imaginación. ¿Y qué tal si eso también les ocurrió a sus padres? Apretó los labios, exhaló, y trató de calmarse.

-Lo siento mucho.

Ernesto volteó, la chica estaba a la entrada de la cocina, mirándolo con pena.

-Bueno, tenemos que irnos, no hay tiempo.

Juntos, se dirigieron a la puerta y salieron de la casa. Ernesto no pudo evitar voltear a verla, posiblemente era la última vez que vería lo que fue su hogar. No sabía por qué, pero tenía el presentimiento que su vida había cambiado drásticamente y jamás volvería a ser la misma. Todo se había perdido. Ahora sólo tenía un recuerdo borroso que se asemejaba más a un viejo sueño que nunca existió


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