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El Régimen I: La Resistencia (Cap 4)


​Capítulo 4: La Huída

Siguieron caminando con la cabeza gacha. Ernesto ya había logrado controlar su taquicardia, pero el pulso y los nervios seguían en lo alto. No sabía a dónde se dirigían, aunque por alguna extraña razón, y por más fría y rígida que fuera la chica, confiaba en ella.

Habían pasado dos calles desde que dejaron al trajeado, Ernesto volvió a voltear hacia atrás; los pelos de la nuca se le erizaron, respiró hondo y trató de parecer normal.

-Nos siguen.

La agente volteó sin preocuparse de parecer obvia, levantó ambas cejas y miró sobre el hombro sin dejar de caminar: el mismo hombre de hacía un rato caminaba hacia ellos, acompañado de otro sujeto que vestía exactamente igual. La chica resopló. Aunque le sacaban una calle de distancia, los hombres caminaban más rápido que ellos. Sabía que los alcanzarían.

-Camina más rápido –le ordenó a Ernesto.

Ambos apresuraron el paso, tratando de simular el hecho de que alguien los seguía. La gente comenzaba a aparecer en la calle, viéndolos a ellos dos y a los sujetos que empujaban a cualquiera que se ponía en su camino.

-Ahora cruzaremos la calle y seguiremos por la derecha.

Justo cuando daban vuelta, en contra esquina Ernesto vio a otros dos sujetos vestidos igual caminando hacia ellos, otra vez con la computadora pegada a los labios. La chica también los vio, jaló a Ernesto por la camiseta, apurándolo. Las pantorrillas empezaban a arderle al chico.

A una calle de ahí ya se podía ver una de las avenidas principales de la ciudad, por la que decenas de coches transitaban continuamente. Ernesto, al principio, creyó que sería una buena idea ir ahí y pedir ayuda, pero de inmediato recordó que era a él a quien buscaban.

Él creyó que seguirían derecho y cruzarían la avenida, pero se sorprendió al ver que la chica volvía a dar vuelta a la derecha; era como si quisiera regresar y enfrentarse a ellos, ¿qué clase de locura harían? Como si el pánico no fuera poco, los primeros dos hombres reaparecieron doblando la esquina, caminando directo hacia ellos; ambos lucían determinados a atraparlos. La chica soltó una maldición. Apresuró a Ernesto a cruzar la calle hacia la izquierda y seguir avanzando a paso rápido.

Los hombres no se quedaban atrás, aceleraban el ritmo igual que ellos dos. Ahora eran cuatro sujetos que los seguían justo por detrás. Cada tanto Ernesto volteaba, a pesar de saber que ahí seguían, no quería perder la fe de que se fueran. Se había reducido la distancia en unos pocos metros.

Los cuatro sujetos eran casi de la misma estatura, unos cuántos centímetros de más o menos. Dos eran de piel aperlada, uno de piel oscura, y el otro un tanto blanco; tres tenían el cabello negro y el más blanco lo tenía castaño. Llevaban el mismo corte y ropas.

-¡USTEDES DOS, DETÉNGANSE! –gritó el sujeto más moreno.

-¡Corre! –le dijo la agente a Ernesto sin siquiera voltear.

Ernesto no tardó ni un segundo en reaccionar cuando ya se encontraba corriendo atrás de la chica. Ella le sacaba ventaja, y así él lo quería porque sabía que ella lo iba a guiar; la chica corría como gacela. La gente los miraba, los que estaban enfrente se quitaban inmediatamente de su paso. Los cuatro hombres también comenzaron a correr justo detrás de ellos. Ernesto sabía que era cuestión de tiempo que lo atraparan, a leguas se notaba que su condición no estaba a la altura que los del resto.

Siguieron corriendo esa misma calle y otra más, jadeando. A Ernesto le dolían demasiado las piernas pero su sentido de supervivencia le decía que debía aguantar más, no era posible que se detuviera en ese instante. De vez en cuando, el chico giraba la cabeza para ver dónde se encontraban los sujetos, en una de ésas, notó cómo uno de los trajeados sacaba algo por detrás de su pantalón y lo visualizó directo a él: era una pistola.

Ernesto de la impresión volteó la cara, sabía que no podía dejar de correr, pero estaba seguro que ése era el último momento de su vida. La sangre se le heló dentro de sus venas; apretó la mandíbula esperando lo peor. Una mujer gritó a lo lejos, las pocas personas presentes se alarmaban.

Muchos gritaron al mismo tiempo.

-¡CÚBRETE!- le dijo la chica a él.

Ernesto jamás en su vida había oído disparar un arma. El sonido lo asustó por demás, fue como un explosivo pero con un ruido más sordo. Por instinto se llevó las manos por detrás de la nuca sin detenerse. Las piernas le quemaban hasta los huesos y la respiración lo hacía descender la velocidad. La gente a los alrededores se aventó al piso, cubriéndose la cabeza. Una niña y una señora en la acera de en frente lloraban desconsoladas. Los autos que conducían cerca frenaron de repente, para después tomar otra ruta ajena al percance.

Otro disparo se escuchó por detrás tan sólo unos segundos después del primero. Ernesto y la agente continuaron corriendo. Él estaba tan asombrado que ninguno de los dos tiros le hubiera tocado. La suerte de ello le daba alguna especie de motivación. Sentía la adrenalina por todo su cuerpo.

-¡POR AQUÍ, RÁPIDO! –lo apresuró ella.

Cruzaron de esquina a esquina, avanzando por la calle de la derecha. Enfrente de ellos ya se veía la avenida y el tumulto de autos que la transitaban. Por la acera contraria, los cuatro hombres los seguían, todos lo apuntaba con el arma. Escuchó un nuevo disparo, sintiendo en su brazo derecho un ardor repentino. Una ventana justo al lado de él se quebró instantáneamente; los pedazos de vidrio volaron y algunos pequeños cristales rebotaron sobre Ernesto y la chica. Instintivamente, colocaron sus brazos sobre la cabeza. El muchacho sintió ligeros piquetes en el antebrazo. Nadie se detenía.

-Hay que cruzar la calle –le dijo decidida ella a él.

-¡¿Estás loca?! ¡NOS MATARÁN!

Ella sonrió de una manera bastante desquiciada.

La avenida era transitada continuamente por los coches en ocho diferentes carriles de ida y regreso. En esa zona no había ningún semáforo y el puente peatonal estaba a dos calles más de distancia. Ernesto sólo escuchó el ruido de las llantas raspando el concreto cuando la chica se aventó a la calle sin precaución alguna; ella rodó sobre el cofre de un coche al mismo tiempo que éste se detenía. Con suma agilidad, logró caer con ambas piernas flexionadas. Los demás autos al ver tal acción se detuvieron instantáneamente. Ernesto aprovechó para cruzar la calle sin incidentes, al parecer los hombres también habían pensado lo mismo.

Otro coche chilló las llantas contra el pavimento. El auto seguía avanzando pero girando sobre su propio eje, y fue a chocar contra un autobús, justo donde los hombres tenían planeado pasar. Tuvieron que rodear los vehículos; Ernesto y la otra chica ganaron tiempo con esa acción.

Se escucharon dos disparos más, seguidos por los gritos de la gente asustada. Ambos lograron cruzar hasta la otra acera, llenos de groserías y maldiciones por parte de los conductores, pero sin recibir ninguna bala. Todavía cuando dieron vuelta en la siguiente calle, se escuchó otro frenado repentino y un choque donde, al parecer, al menos tres autos se vieron involucrados.

Siguieron corriendo una calle arriba y dieron vuelta hacia la derecha. A media cuadra encontraron una casa con una puerta escondida entre dos muros, al pie de un escalón, varios arbustos adornaban la fachada. Ernesto, tambaleándose, se apoyó en la pared y dejó de correr. Las piernas le ardían como jamás en su vida, sudaba a chorros, y el corazón le palpitaba tan rápido que pensó que en cualquier momento el pecho le explotaría. Temblaba de pies a cabeza y jadeaba tratando de recuperar todo el aire posible, sintió que posiblemente se desmayaría y, sin pensarlo, apoyó una mano en el piso, dejándose caer recargado en la pared. Ella se detuvo y se apoyó con las manos sobre las rodillas, estaba cansada pero no tanto como él.

-¿Estás bien?

Ernesto se colocó el brazo sobre la frente, la cabeza le dolía. El contacto de la piel le recordó el ardor del brazo. Bajó la mirada y se arremangó la camiseta. Tenía un rasguño que le recorría unos diez centímetros; no era muy profundo, pero le sangraba y le ardía con el sudor y el contacto de la playera. Ella se acercó, tomándole el brazo para examinarlo.

-Estarás bien, no te preocupes –él asintió sin decirle nada, la verdad eso no le importaba, sólo quería descansar-. Tuviste mucha suerte, la bala sólo te rozó el brazo, pero no afectó en nada.

La agente volteó hacia los lados. En el lugar donde estaban, cubiertos por los arbustos, lograban ocultarse a simple vista.

-Escúchame, tengo que ir por algo para sacarnos a ambos de este problema, tú quédate aquí y procura que nadie te vea. Si es necesario vete, pero no te alejes mucho de esta zona, yo vengo por ti.

-No te vayas…

Pero ella ya estaba en marcha rumbo a quién sabe a dónde. Siguió corriendo derecho y él la vio irse. Tenía miedo, y mucho. No sabía qué iba a hacer en dado caso de que aquellos hombres lo encontraran. ¿Y si aquella chica lo había abandonado a su suerte? ¿Si ella ya había desistido y lo dejó ahí mientras huía? Ernesto entró más en pánico. Tratando de librarse de los pensamientos, se concentró en algo más, algo como… sintió los ardores mezclados con comezón en su brazo izquierdo.

Su brazo tenía finos rasguños; en algunas partes la sangre se había mezclado con el sudor, manchándole la camiseta. Trató de tocarse pero le ardía demasiado; la comezón no hacía más que empeorar.

-¡Ahí va!

Ernesto volteó la cabeza y vio a uno de los hombres apuntando en dirección a la chica; la sangre se le congeló en sus venas y la respiración se le fue. No estaba muy bien como para correr de nuevo, no había descansado del todo. Si no hubiera sido por el arbusto que más o menos lo cubría, lo habrían visto.

Ernesto retrocedió, pegando su cuerpo a la puerta entre las dos paredes, se acuclilló y rodeó sus rodillas con los brazos, aguantó la respiración, y esperó. “Que no me vean, que no me vean, que no me vean, Dios, que no me vean” pensaba para sí mismo. Los cuatro hombres corrieron y pasaron a un lado del muchacho sin ni siquiera girar la cabeza. Ernesto soltó la respiración y relajó el cuerpo, agradecido. En cuanto hubiera descansado, si la chica no regresaba, iría a buscar otro lugar a donde irse.

Tomó coraje y volvió a asomar la cabeza. Los cuatro hombres ya habían cruzado la calle y estaban en la otra cuadra. Volvió a su lugar respirando de nuevo, aliviado.

La puerta que estaba a un lado se abrió de repente, y una mujer, ya como de unos sesenta y tantos años, salió cautelosamente. Al ver a Ernesto gritó muy asustada, retrocediendo, dejando la puerta abierta. Él no sabía qué hacer, quedó tan impresionado como ella; no sabía si huir o quedarse ahí y explicar las cosas. Ni siquiera pudo meditarlo cuando un hombre llegó corriendo rápido a la puerta.

-¡¿QUÉ PASA? ¿QUÉ ES?!

La mujer señaló a Ernesto con la cara aterrorizada, la otra mano la tenía sobre el pecho y respiraba deprisa. El chico no tenía buena pinta cubierto de sangre, mugre y sudor.

-¡¿Quién eres y qué haces ahí?!

Ernesto no supo qué decir, tan sólo se limitó a mover la cabeza de un lado a otro simulando una negación. Sin pensárselo ni una vez, gateó a prisa sobre el pavimento, se levantó y trató de huir. Algo lo jaló de la camiseta por la parte de atrás y casi se va de boca si no hubiera sido porque un brazo lo rodeó por la cintura y, después, otro por el cuello. Quedó atrapado, forcejeando.

-¡Déjeme ir! –suplicó el chico.

El hombre que le sacaba unos diez centímetros de cabeza lo sujetaba fuertemente mientras él trataba de alguna manera escapar, pero aquel sólo respondía con más fuerza.

-¿Qué te has robado? ¿Qué has hecho? –le preguntó el señor.

-Nada, ellos nos seguían. Por favor, suélteme.

-¿Así que tú eres al que perseguían y por ti era todo ese caos? –el hombre dio un ligero suspiro satisfactorio-. De seguro eres un criminal.

-¡NO, POR FAVOR, ME MATARÁN!

Ernesto forcejaba, tratando de zafarse de los brazos del hombre que por nada cedía; él apenas era un muchacho escuálido de diecisiete años y el sujeto parecía de unos cuarenta, era más alto y de un cuerpo robusto. Lo llevó casi a rastras hasta la acera. Los hombres trajeados iban casi en la esquina de la siguiente cuadra, parecía que iban a cruzar a la acera de enfrente; la chica ya no se veía en la calle. Tentativamente, uno volteó y miró a Ernesto y al señor que lo sujetaba, le habló a sus compinches, volteando los cuatro a mirarlos. Varias personas estaban afuera con las puertas y ventanas abiertas viendo qué era lo que pasaba; en la ciudad de Tampico no era común que ocurriera algo así.

Ernesto comenzó a rasguñar al hombre por los brazos. Parecía que al sujeto no le importaba en nada, él quería entregarlo.

-¡AQUÍ ESTÁ EL LADRÓN! ¡AQUÍ LO TENGO! –gritó el sujeto.

El chico se desesperó más, forcejeando contra el hombre. Rasguñaba sus brazos e intentaba morderlo pero era casi inútil, no lo soltaba. Uno de los trajeados lo señaló y al hablar con los otros asintieron. Dos se dirigieron hacia él a trote, los otros continuaron con la carrera que ya traían persiguiendo a la agente.

-¡AQUÍ TENGO AL DESGRACIADO! No me estés rasguñando, pendejo –le dijo a Ernesto-. ¡VENGAN POR ÉL, NO PUEDE HUIR!

Los dos hombres trotaban hacia Ernesto, él estaba aterrorizado; ya habían intentado matarle, lo más seguro es que lo hicieran en ese mismo instante. Debía encontrar la manera de escapar, pero la fuerza del hombre era mucho para él y lo que hacía no funcionaba.

Pensó lo más rápido que pudo. Recordó las pobres películas, series, documentales y todo aquello que había visto donde alguien golpeaba a otra persona para liberarse. Nunca había sido bueno en un combate cuerpo a cuerpo, y nunca lo había intentado en serio, sólo cuando jugaba con sus primos y amigos a luchas imaginarias, donde casi siempre perdía y, a veces, incluso terminaba llorando por algún moretón. Y entonces se le ocurrió una pequeña posibilidad de zafarse. Posiblemente le haría daño a un sujeto que ni siquiera sabía qué ocurría y sólo trataba de ayudar, pero no le importó, debía de salir de ahí lo más rápido posible.

El sujeto seguía gritando, apretando a Ernesto con los brazos mientras los hombres estaban ya sobre la misma cuadra. Ernesto tomó toda la fuerza necesaria, movió el brazo derecho hacia delante para después dejar caer el codo sobre el estómago del señor. Lo dejó sin aire. La mujer volvió a gritar desde adentro de la casa cuando el sujeto soltaba a Ernesto, cayendo a gatas en el pavimento. El chico empujó al hombre para abrir camino y corrió, cruzando la calle hacia la acera de enfrente.

Los hombres sólo se detuvieron unos cuantos segundos a ver al señor tirado en el suelo. La señora salió corriendo, pidiendo ayuda desesperadamente; ellos dos levantaron sus cabezas y persiguieron al muchacho.

Las piernas del chico realmente no podían más, él quería seguir pero su cuerpo debía descansar, detenerse. Finalmente, cedió, a una calle del incidente. Se apoyó en la pared, jadeando, y volteó al oír los pasos aproximándose; los dos hombres habían llegado, sacando las pequeñas pistolas, apuntándolo directamente.

-¡NO TE MUEVAS O DISPARAMOS!

A Ernesto ya no le importaba qué era lo que iba a seguir a continuación, tan sólo quería descansar y que todo terminara. Los hombres dejaron de correr a unos cinco metros y se acercaron sigilosamente sin bajar el arma.

-Manos arriba, muchacho

Él obedeció aunque no era capaz de elevar los brazos más arriba de su cabeza. Los hombres caminaron hacia él. El rugido de la motocicleta llamó la atención de los tres.


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