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El Régimen I: La Resistencia (Cap. 3)

Capítulo 3: El Trajeado

La chica caminaba atenta, segura, su disimulo era bueno, aunque Ernesto notaba la tensión que los rodeaba. Mientras avanzaba, ella miraba a los lados en contadas ocasiones, cerciorándose que nadie los siguiera.

Ya afuera, pudo apreciar la escena que tenía minutos antes en la ventana. Las cintas amarillas decían “Precaución” y acordonaban el perímetro de la casa. No había ni una sola alma en la calle. Varios vecinos, aún con las cortinas bajas, se asomaban temerosos a echar miradas a la casa de los Palacios.

Se sintió extraño, nunca tuvo problemas con nadie en especial, ni él, ni sus padres, y ahora todos lo miraban como si hubieran cometido el crimen del año y fuesen las personas más peligrosas del país. Respiró hondo. Todo había sido tan irreal de un momento a otro y sólo Dios sabía cuándo volvería a ver a sus vecinos de nuevo.

Por estar metido en sus pensamientos, no se dio cuenta que la mujer le llevaba una ligera ventaja caminada. Puso su atención en ella: su largo cabello negro, al parecer extremadamente cuidado, se mecía al compás de sus pasos y le cubrían la espalda, una figura digna de alguna belleza romana. Se tomó su tiempo para apreciar su cuerpo poco más allá de la desconfianza que le provocaba la chica.

La chica giró la cabeza hacia ambos lados y cruzó por debajo de la cinta amarilla sin alterar su paso; Ernesto hizo lo mismo y continuaron hacia la derecha. Del bolsillo de la camisa, ella sacó unas grandes gafas de sol.

-Lo más probable es que ya nos hayan visto, así que bájate un poco más la gorra y trata de ocultarte lo más posible la cara –le ordenó sin dejar de ver hacia el frente, ni de parecer lo más despreocupada. Se colocó las gafas.

Ernesto se sorprendió por el comentario, obedeciendo sin ningún problema.

-¿A dónde vamos?

-Tú sólo sigue caminando y no hagas preguntas, trata de parecer tranquilo.

¿Pero cómo se suponía que estuviera tranquilo con todo lo que había sucedido? La chica cuando hablaba ni siquiera volteaba a verlo. Su rostro de expresión dura ahora se tornaba en una ligera sonrisa amigable.

Siguieron caminando unas dos calles más. Todo el vecindario estaba vacío, nadie pasaba por la acera y ningún auto transitaba la calle. Las casas seguían igual de solas y los coches aparcados. Sólo unas señoras, una calle arriba, estaban afuera de su casa platicando; Ernesto sintió sus miradas.

Cierto perímetro a los alrededores estaba acordonado al igual que su casa, pero con menos énfasis, al menos tres calles a la redonda. Supuso que su casa se encontraba en medio de todo eso. Cuando transitaba por alguna casa, veía las cortinas moverse y los ojos curiosos los observaban con cada paso. El chico se sentía incómodo y extraño, ahora todos lo veían como si fuera un criminal ¿y qué tal si en verdad lo era?

Cuando ya sólo faltaba una calle para salir del área acordonada, vieron a lo lejos a un hombre con traje negro y gafas oscuras; era oculto por la sombra de un árbol. Lucía absorto en sus pensamientos, parado de espaldas a ellos y con los brazos sujetos por detrás, en una posición de “descanso”. La chica sujetó a Ernesto por el antebrazo izquierdo, obligándolo a girar a la derecha, rodeando la manzana.

-Ven para acá.

Siguieron caminando normalmente, pero más a prisa. Rodeando la misma cuadra, siguieron hacia la izquierda, saliendo justo en la otra esquina a donde se encontraba el sujeto. El área seguía con aquella cinta amarilla.

Antes de llegar, vio cómo la chica examinaba rápidamente el lugar volteando de un lado a otro, pero oculta tras una pared para que el sujeto de gafas no la viera.

-Cruzaremos la calle y después el área, sigue caminando con tranquilidad y no te alteres, por favor –le dijo con serenidad en voz baja.

Llegaron a la cinta. Ella volteó a ver al sujeto trajeado. El hombre continuaba mirando hacia el frente, y sin decir nada, cruzaron el límite. Los nervios mantenían tenso al chico.

-¡HEY, USTEDES!

A Ernesto se le había congelado la sangre en la piel y todos sus vellos se erizaron. Alguien les había gritado atrás de sus espaldas, una voz masculina; sabía que se dirigían a ellos dos porque no había ninguna otra persona en la calle. Tanto él como la chica se detuvieron en seco y, aunque a él le daba la sensación de que se veía pálido y que en cualquier momento podría desmayarse, ella se notaba tan tranquila como si fueran directo a un día de campo.

-Déjamelo todo a mí y no hables de más. Estate tranquilo, no quiero que la cagues antes de tiempo –le ordenó a él con frialdad mientras se daban la vuelta en dirección al sujeto. Sus labios apenas se movieron y el sonido de su voz, aunque cruel y fría, fue casi inaudible.

El sujeto se dirigió a paso veloz hacia ellos, en su frente se acumulaban unas cuantas perlas de sudor, pero no tantas como los pequeños riachuelos que corrían sobre la cara de Ernesto.

-Deténganse ustedes dos – dijo a unos metros de alcanzarlos.

-¿Algún problema, señor? –inquirió inocentemente la chica. Parecía tan indiferente a la situación mientras que Ernesto comenzó a sentir un ligero temblequeo en las rodillas.

El sujeto no dijo nada, sólo los observó de pies a cabeza detenidamente. Esculcó sus rostros para encontrar algún mínimo detalle, mirándolos con atención, sobretodo a Ernesto, que le vio la cara como si buscara alguna espinilla nueva sobre su piel. Sus ojos giraban constantemente, nerviosos. Aunque no podía ver sus los ojos del hombre tras las gafas oscuras, sintió su mirada perforándole el rostro. Comenzaba a tener dificultad para respirar; quería hacerse el más tranquilo, pero el miedo lo delataba.

Finalmente volvió a mirarlos a ambos.

-Nombres.

-Me llamo Patricia y él es mi hermano Julio –respondió la agente simulando una falsa e infantil voz preocupada. -¿Hay, acaso, algún problema, señor?

-Identificaciones.

-¡Oh! Permítame.

Mientras Ernesto trataba de aguantar un infarto, ella tranquilamente sacó una pequeña cartera de su bolsillo trasero, con dinero y unas cuantas tarjetas. El chico no daba crédito a cómo ella se mantenía tan relajada en esa situación. El sujeto tomó la tarjeta, la leyó en silencio, verificando los datos y volteando a ver repetidamente a la chica.

-¿Y tu identificación? –le preguntó a Ernesto.

Él se quedó helado de la preocupación, no llevaba nada consigo salvo la ropa, y aún así, sabía que él era a quien buscaban.

-Yo… eh… lo siento… no… no… -respondió el chico. Su nerviosismo podría notarse incluso a un kilómetro a la redonda.

-Lo siento, señor, mi hermano se aterra con la policía desde hace mucho. Lo más seguro es que dejó la credencial de la escuela, él aún es menor de edad.

El sujeto de las gafas le lanzó una expresión desconfiada a la agente.

-¿A dónde se dirigen?

-Vamos al centro.

-¿Y por qué salen de esta área como si nada si saben que está prohibido el paso?

-Venimos por la acera de enfrente, acabamos de cruzar, y el autobús para el centro se toma aquí, a dos calles.

Hubo un silencio por parte de los tres. Posiblemente si no fuera por el sonido de los coches a lo lejos, se escucharía el retumbar del corazón de Ernesto dentro de su tórax.

-Por favor, regresen por donde vinieron, que no los vean por aquí. Hay mucha gente peligrosa en este momento rodeando, y no sabemos qué es lo que pueda pasar.

-Claro que sí, señor.

Ernesto no podía creer lo que el sujeto les había dicho, su alma regresó tan de golpe que sintió el impulso en los pies. Las piernas le flaqueaban, y el corazón, más que latir deprisa, parecía que zumbaba. La chica sólo hizo una malévola sonrisa en una mueca de satisfacción. Siguieron caminando hacia delante, pero ya con la intención de cruzarse hacia la otra acera y dar vuelta a la izquierda.

-¡Hey alto!

El truco parecía haber fallado. Ernesto se quedó inerte.

-¿Qué llevan en la mochila? Dámela –les ordenó el trajeado.

Ernesto primero volteó a ver a la chica tratando de ver alguna autorización. No sabía qué hacer.

-¿Qué? Dásela –le respondió ella, simulando sorpresa.

El hombre tomó la mochila y la esculcó de cabo a rabo, moviendo la ropa y la comida.

-Llevan muchas cosas para ir al centro, parece más una improvisada maleta.

Por primera vez la respuesta tomó por sorpresa a la chica. Ella abrió la boca queriendo emanar algún sonido y la volvió a cerrar.

-Nos quedaremos con mi abuela después –respondió, ladeando la cabeza y frunciendo los labios como si el comentario le hubiera incomodado.

-¿Y la comida?

-Mi almuerzo. No llegaré hasta en la tarde, y como va la economía no podemos darnos el lujo de pasar a comer a un Chilli’s o Friday’s, ni siquiera a un Burguer King.

La agente actuaba tan bien que casi le convencía su aspecto indignado ante tantas preguntas. El sujeto de las gafas sólo alzó una ceja. Sin decirles nada cerró la mochila y se la entregó de un golpe a Ernesto.

-Lárguense.

Ambos se pusieron en marcha de nuevo. Ernesto se colgó la mochila a los hombros cuando cruzaban la calle. Antes de dar vuelta a la izquierda, veía cómo el sujeto de las gafas se bajaba la manga del brazo izquierdo, llevándose la muñeca muy cerca a la boca. Traía puesto una computadora de pulsera, moviendo los labios.

-De la que nos hemos salvado, eh –le dijo Ernesto. Aún le preocupaba la última imagen que vio, pero se sentía más seguro.

-No cantes victoria, ese tipo te reconoció bien.

-¡¿QUÉ?! –el chico se horrorizó.

-¡Baja la voz! –Se apresuró a decirle, mirando hacia ambos lados-. El tipo te reconoció a primera vista pero se hizo el tonto. Será un verdadero milagro si me equivoco. –Un anciano por el otro lado de la acera cruzó la calle y se les quedó viendo-. Sigue actuando normal, aún no podemos despistarnos.

-¿Pero cómo fue que me reconoció? Yo ni siquiera sé quiénes son esos –replicó Ernesto sin dejar de alterarse.

Ella se detuvo enfrente de él y suspiró hondo, como si ya estuviera harta de seguir con él.

-Ellos están buscándote. A TI. Así que si yo te dejo aquí tirado podré zafarme sin ningún problema. Pero, ¿qué crees? No puedo. Te explicaré todo lo que quieras cuando estemos seguros. Ahora sigue caminando.

Ernesto se quedó ahí, de pie, viendo hacia el vacío, ¿para qué lo querrían a él? No sabía en qué estaban sus padres metidos, pero él no había hecho nada. ¿Quiénes lo buscaban y quiénes lo protegían? ¿Por qué él era tan importante como para que acordonaran un cierto perímetro y le dijeran “peligroso”? ¿Iba a morir esa misma noche? ¿Tenía sus días contados? No quería morir, no podía, y menos sin saber qué había sido de sus padres.

-¿Vendrás o me largo? –La chica le hablaba a unos cuatro metros lejos de él.


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