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El Régimen I: La Resistencia (Capítulo 7)

Capítulo 7: El Jefe

Los padres de Ernesto estaban en un salón oscuro, iluminado únicamente por una lámpara en el centro del techo, resultando un aspecto más tétrico. Se encontraban hincados con las manos por detrás de la espalda y los ojos vendados. Ambos estaban sucios, sudados, con la cara hinchada y deformada; había varios tonos en la piel que iban desde el rosa y morado hasta el negro. Un hilo de sangre le escurría al padre de la boca, goteando en un charco pequeño en el piso, su camisa también mostraba manchas rojas.

Un sujeto alto, en traje, con gafas negras, caminaba de un lado a otro con los brazos cruzados. Otros tres hombres, igual de uniformados, estaban recargados a una pared, la única que tenía un acceso con puerta. De vez en cuando, el que caminaba, volteaba a ver a sus padres y sonreía, le satisfacía ver que aquellos dos sufrieran.

La madre del chico sollozaba y rezaba en silencio, la venda que tenía en los ojos estaba aún más mojada por sus lágrimas que por su propio sudor. Apretaba mucho las manos, marcándose las uñas sobre la masacrada piel.

-¿Dónde está él? –preguntó el sujeto de pie. Su voz sonaba como la del sujeto que interrumpió en su casa.

Ninguno de los dos respondió. El hombre se quedó inmóvil, viéndolos directamente a ellos.

-Les pregunté, ¡¿DÓNDE ESTÁ?! –gritó.

Regina rompió a llorar más.

El sujeto, al parecer, se llenó de ira y caminó directo hacia ella, la tomó por el cabello jalando su cabeza hacia atrás. Ella gritó en agonía.

-¡TE ESTOY HACIENDO UNA PREGUNTA! ¡CONTESTA!

-¡NO SÉ! ¡NO SÉ! –respondió con más lágrimas cayendo por su rostro.

Le empujó la cabeza hacia adelante, pero sin soltarla; su puño temblaba. Bajó la boca a altura de su oreja.

-Si no contestas, te va a ir mal –le habló en un tono más calmado.

-¡YA TE DIJO QUE NO SABE! –le gritó Pedro.

El sujeto empujó a la madre de Ernesto hacia el piso y se dirigió a su padre. El golpe que le dio en la cara lo dejó tirado en su propio charco de sangre, después comenzó a patearlo en las costillas.

-¡NO-QUIERAN-PASARSE-DE-LISTOS! –con cada palabra le daba una patada.

La madre de Ernesto gritó al escuchar los golpes sordos y los quejidos que daba su esposo con cada patada.

Pedro quedó tirado, escupiendo más sangre, retorciéndose en el suelo. Se veía debilitado; detrás de todos los colores acumulados en distintas partes de su cuerpo y cara, se encontraba muy pálido.

-¡Ustedes lo escondieron en su casa y les dieron esa computadora! –les dijo. Los otros tres hombres observaban atentamente la escena sin reaccionar-. ¡Por ustedes ella pudo llegar y sacarlo de ahí! ¡Por ustedes ellos intentaron matarnos!

Un silencio se hizo presente, sólo roto por los sollozos de Regina.

-¿Dónde están ellos? –preguntó de nuevo el trajeado.

-Nosotros sólo lo escondimos, no le dimos ninguna instrucción –le dijo la mujer.

-¿Y por qué sabían perfectamente a dónde ir y qué hacer?

-Ya te dijimos todo lo que sabíamos. Déjanos ir.

El tipo se rio.

-¿Dejarlos ir? –rio aún más -. ¡Vaya que están mal! De aquí ustedes no van a salir vivos hasta que me digan cómo hallarlos.

-Están en una casa cerca del puente –dijo un hombre.

El trajeado volteó y ahí, sin que nadie lo hubiera notado, estaba un señor. Cabello blanco, bata blanca de laboratorio, botas negras, entrado ya en años.

-¿Qué puente? –preguntó el trajeado.

-Bueno, no será necesario buscarlos, ya los encontramos.

Se escuchó un golpeteo en la puerta. A pesar de que parecía ser de metal, el sonido sonó hueco como la madera.

-¿Puedo pasar? –sonaba la voz de una chica joven.

-Adelante, pasa –pidió el mismo sujeto de la bata blanca.

En la entrada, estaba ella, la agente. Vestía una larga túnica roja donde se asomaban sus pies descalzos. Llevaba la peluca negra, igual que la vez en que se topó con Ernesto al inicio de todo.

El trajeado dibujó una sonrisa más grande en su boca.

-Así que tú eres la dichosa agente. ¿Dónde está el chico?

-Aquí.

Él no supo cómo había llegado hasta ahí, pero ahí estaba, tirado en un rincón, respirando profundo y pausado. Su mirada estaba perdida, sentía el cuerpo adolorido y caliente. Las gotas de sudor rodeaban su cara, cayendo a un charco alrededor de él; se sentía empapado de pies a cabeza. Sus brazos temblaban y el latido de su corazón rebotaba en sus tímpanos.

-Pues ahora no hay nada que esperar, supongo, hemos logrado lo que queríamos –dijo el trajeado.

Caminó directo hasta su madre y sacó un revólver muy similar al que traía la agente. Él pasó el frío metal por el rostro de la mujer, deslizándolo por sus mejillas. Regina chilló aún más, sabiendo qué era lo que venía a continuación. El trajeado la tomó por el cabello nuevamente, y la obligó a ponerse de pie.

La agente empezó a caminar alrededor de la habitación, incluso pasaba a un lado del chico, y finalmente se ubicó a su derecha. Ernesto quería gritar, pero las palabras no podían salir de su boca.

-¿Ernesto? –lo llamó la agente.

-Ayúdala –le dijo él con un suspiro, su voz apenas se escuchó.

Ella tomó el rostro del chico entre sus manos.

-¿Te sientes bien? ¡Estás ardiendo!

La agente le tocaba su rostro y brazos. Su cara denotaba preocupación.

-Miren, bien, escuincles –decía el trajeado con la madre de Ernesto por un lado; el revólver apuntaba directamente a la frente de ella-. Esto es lo que pronto les va a pasar a ustedes dos por meterse con nosotros. Intentaron matarnos, pues bien, nosotros lo haremos con ustedes.

Ernesto los miraba, la agente seguía delante de él, tocando su frente. Él le tomó por la muñeca y la apretó con fuerza. La chica lo veía directamente a los ojos, muy preocupada. El muchacho no entendía por qué ella no se daba cuenta de lo que estaba aconteciendo.

-Tienes que ayudarla –le decía él.

-¿A quién?

-A ella, a mi madre, antes de que la maten.

-Lo haremos, pero primero hay que ayudarte a ti.

-No hay tiempo, la matarán.

-Ernesto, estate tranquilo, ya vengo.

La chica se zafó del brazo de Ernesto y salió por la misma puerta que entró.

-¿Ves la clase de gente con la que te has aliado? Ni siquiera saben proteger –se burló el trajeado-. Ahora, verás lo que es morir.

-No… -pidió en un suspiro.

El sujeto le dio un solo tiro a su madre directo en el cráneo. Ella se quedó ahí, inerte, siendo sostenida por los cabellos que aún estaban en la mano de aquel hombre.

Ernesto quería gritar, levantarse y matarlo con sus propias manos, mas no podía, estaba pegado a ese charco de sudor, muy débil como para hacer algo. Lo único que pudo hacer fue empezar a llorar.

-¡¿QUÉ HAS HECHO?! –gritaba el padre de Ernesto mientras se revolcaba en el piso e intentaba zafarse de las correas que tenía en sus manos y el vendaje que le cubría sus ojos-. ¡¿QUÉ LE HAS HECHO?!

El trajeado solamente se volteó y le disparó justo en la cabeza, sin fallar. Pedro se quedó inmóvil en el piso, muerto. Ernesto quiso gritar, pero las palabras no salían de su boca; las lágrimas calientes resbalaban sobre su rostro. Sus dos padres acababan de ser asesinados delante de él.

-Todo es tu culpa –le decía el trajeado mientras se acercaba a él con el revólver apuntando hacia su cara-. Sólo culpa tuya.

La chica volvió a entrar por la puerta con algo entre sus manos. Se colocó a un lado de Ernesto y lo ayudó a levantarse, apoyando su peso en un brazo. El hombre la ignoraba, sólo se fijaba en él. Ella parecía muy ajena a la situación.

-Tómate esto –le decía la agente poniéndole una pastilla en su boca.

-Tenemos que irnos, nos van a matar –le respondió con un dejo de voz.

-Sí, no te preocupes, huiremos pronto.

Le acercó una botella de agua y él bebió. Volteó a mirarla.

-Gracias.

Ella sólo le dirigió una sonrisa triste.

El trajeado ya estaba a menos de diez centímetros de él. El revólver pegado a su frente. Escuchó un balazo y todo se volvió oscuro.

El chico acababa de subir a dormir y ella se quedó en el sofá sentada, sola. Después de todo, aquel muchacho no eran tan malo como había pensado, sólo lo había juzgado mal. Cuando le dijeron que iba a salir a buscar al hijo de los Palacios no pudo hacer otra cosa que aceptar de mala gana. Estaba segura que sería esa clase de niño ajeno a los problemas que ella y su gente estaban acostumbrados: falta de comida, enfermedades, estrés, tener que esconderse; no, de seguro nada de eso jamás le había ocurrido antes a él. Creyó que iba a ser una verdadera carga, alguien que posiblemente se estaba quejando todo el tiempo, lloriqueando, y al final de cuentas, un ser problemático. Claro, hubo momentos en los que ella se sintió irritada por su reacción, por su falta de disciplina y el cansancio que presentó, pero ahí seguían después de todo, después de casi morir.

Tomó su propia computadora de pulsera, dudando en encenderla. Tenía la orden de comunicarse en cuanto pudiera, pero dadas las circunstancias era obvio mejor esperar. Estaba segura que le iban a dar un castigo, lo que había hecho estaba fuera de sí. Había desobedecido al jefe y ahora muchas cosas se jugaban por ello.

Dejó la computadora en el suelo y se puso a mirar al vacío, pensando. Posiblemente, en ese momento, si no hubiera desobedecido, estaría acostada en su cama; no la gran cosa, pero al menos sin todo ese olor a mierda y suciedad que se percibía en el aire. Y todo por ayudar al hijo de Pedro y Regina.

Por alguna extraña razón, ese muchacho la hacía sentir algo que experimentaba con muy poca gente. Sara, Lucio, incluso con la misma Nélida, eran muy pocas las personas que tenían el placer de hacer una conexión emocional con ella, y era cosa de ganarse con los años. Había algo, algún extraño lazo; muy extraño para ser el hijo de los Palacios.

Palacios. Sólo escuchar el apellido y ya tenía esa cara huele-mierdas sobre el rostro. Muy pocas veces se topó con Regina, esas pocas veces ella fue cortés, y amable; era una mujer decidida, inteligente, con una astucia que muy pocos llevaban y su estrategia de combate era sobresaliente. Sin embargo, estaba Pedro; altanero, descortés, el que pensaba que todo lo podía, y para hacerlo más fastidioso, realmente lo podía. En todos esos años de operaciones nunca había fallado; se mezclaba tan bien con el gobierno que a veces parecía trabajar para ellos. Muy seguido se lo topaba en las juntas. Al principio lo admiraba, pero en cuanto ella comenzó a superar su rango y ser una de las mejores (sí, lo sabía y lo aceptaba tal cual), se dio cuenta de la verdadera naturaleza de Pedro: un fanfarrón. Reconocía mucho su talento, y sin duda su ausencia se haría notar, pero esa actitud de Yo-lo-puedo-todo le caía en la punta de los ovarios. Y ahora tenía en su cuidado a su hijo, en la habitación de arriba. Al menos no era como su padre…

Tomó una de las barras y empezó a comer. Sintió cómo la energía volvía en su propio cuerpo. Repasó sus provisiones, su armamento y su equipaje; y se detuvo a pensar. Tenía que haber alguna forma de regresar al cuartel. Lo más probable es que su cara ya estuviera figurando por todo el país y, posiblemente, en las fronteras. Sin embargo, al jefe se le ocurriría algo, estaba segura.

-Después de todo no es más que una simple investigación de rutina –se dijo a sí misma.

Eran las palabras que le había dicho el jefe Mondragón un día antes cuando se le asignó el viaje a Tampico para ver los proyectos. Tomó su mochila, su motocicleta y se fue. Era una de las mejores agentes en esos momentos. La efectividad de sus misiones eran del 90% y su rango se había incrementado con esfuerzo. Su cara aún no figuraba en las posibles amenazas del gobierno, eso le hacía mucho más fácil colarse en sus misiones. Las credenciales falsas, la vestimenta, las pelucas, y sus múltiples personalidades la colaban a todos lados. Tal vez, si no hubiera tenido la vida que le tocaba, y hubiera nacido con suerte, sería actriz. Sonrió pensando en la ironía.

Se había instalado en la casa de Emmanuel, el posadero, y ahí fue donde tuvieron las reuniones con Salazar, Vega y Palacios. A Emmanuel lo detestaba, era un maldito degenerado que sólo buscaba una manera de tener sexo con ella, mas no podía quedarse en las casas de los otros; sus familias no estaban al tanto sobre los programas y la doble identidad que ellos llevaban. Pedro le ofreció un lugar para quedarse, al fin que sólo estaba su hijo y de seguro no haría preguntas, pero vamos, era Pedro.

Aquel día, se volverían a reunir por la tarde y le darían los informes que habían logrado obtener del gobierno. Después de eso, huiría nuevamente al cuartel, su hogar. Esa misma mañana se estaba poniendo la ropa cuando Emmanuel llamó a su puerta.

-Necesito hablar contigo.

Ella fastidiada, creyendo que era una de sus miles de excusas para verla desnuda, se negó a darle paso.

-Ha ocurrido algo –le insistía él desde el otro lado.

-Lárgate, Emmanuel, o ahorita que salga te haré vomitar sangre.

-Capturaron a Vega y a Salazar.

Ella se quedó en silencio.

Parte del plan para la revolución estaba en ellos dos. Eran buenos elementos y uno de los cinco agentes filtrados en la región. Poseían tanta información que si alguna de sus palabras se sabía, todo podría colapsar.

Casi terminaba de vestirse cuando volvieron a insistir a su puerta.

-¿Qué ocurre? –preguntó menos alterada.

-Han capturado a Susana.

Ella respiró hondo y salió de la habitación. Emmanuel tenía los ojos en pánico con su rostro mostrando una rara mezcla de pena y angustia. Sabía a qué se debía el miedo. Ambos se miraron sin decir nada, el pitido que se escuchó en el computador de la mesa hizo que los dos giraran en su dirección. Un nuevo mensaje: “Los Palacios fueron capturados”.

Emmanuel se dejó caer al suelo con la mirada vacía. Ella sintió algo que muy pocas veces había sentido en su vida: miedo. El hecho de que hubieran logrado capturar a los cinco mejores agentes, posiblemente, de toda la zona norte, le hacía morir sus esperanzas e incrementar su angustia. Ellos poseían información que nadie, excepto el jefe, manejaba dentro del cuartel, y a la mejor de todo el movimiento nacional.

-¿Ahora qué haremos? –le preguntó el hombre.

-Nada –le respondió ella tratando de mantenerse tranquila.

-¡¿Nada?! –le espetó-. Nos quitaron a los cinco mejores. Ellos solos pueden tener toda la información del movimiento, de los planes de revolución, de la caída del gobierno. Con toda esa información ellos nos llevarán la ventaja. Nos buscarán uno a uno y nos matarán.

-¿Nos? –volteó aún con calma-. Tú ni siquiera figuras en las listas de reclutamiento. Los únicos que corremos peligro somos los que estamos en el cuartel y no creo que esos cinco sean tan idiotas como para soltar todo así sin más. Debieron haber destruido las computadoras.

-Pero yo siempre los he apoyado desde el inicio.

-El gobierno sabrá bien que sólo has sido la posada, jamás participaste con nosotros.

Hubo un momento de silencio en lo que ella regresaba a su habitación.

-Llévame al cuartel contigo –le suplicó él.

-Estarás más seguro aquí que allá. Además, seguirás sirviendo mejor como posada para los que vengan aquí, eres el único rebelde de confianza que tenemos en Tampico.

Él se quedó callado, ella entró a la habitación. Cogió su mochila, sus cosas y empezó a empacar todo; no tenía nada más que hacer allí después del incidente. Sintió pena por Salazar y Vega, un tanto por Regina, y muy poca por Susana; siempre la consideró muy débil e inútil como para estar en ese grupo de élite. Pero por Pedro, simplemente se limitó a considerarlo como un compañero más que había muerto en batalla. Lo más probable es que sin ellos pronto la ascenderían de rango, aunque eso significara más deberes y responsabilidad.

Emmanuel todavía insistió en que comiera algo antes de irse, que se llevara algo de comida para el camino, aunque estaba a tres horas de ahí. La chica se colocó su peluca, tomó su mochila y se dirigió a la salida. Apenas tomaba el picaporte cuando su computadora comenzó a vibrar. Llamada entrante.

-Buenos días, agente Illescas, estoy seguro que ya se enteró de los sucesos ocurridos con los demás –hablaba una voz que le resultaba familiar. Era el jefe, llevaba un pasamontañas que le cubría el rostro.

-Sí, una verdadera… pena –sólo lo dijo a modo de solidaridad.

-Bueno, supongo que viene de regreso.

-Así es, en vista de los sucesos no hay algo más para qué quedarme, señor.

-Pues en vista de los sucesos, tienes una nueva misión…

Casi se echa a llorar cuando se enteró que tenía que ir por el hijo de los Palacios y llevarlo directo al cuartel. Su entrenamiento nunca le dijo cómo cuidar a alguien más, siempre había trabajado sola y ahora estar a cargo de un muchacho que ni siquiera sabía usar un tenedor, le parecía una horrible situación.

No le quedó otra que hacer lo que le ordenaban; al fin y al cabo, no dejaba de ser un soldado en la guerra, listo para recibir órdenes de sus superiores.

Y ahí estaba, con el hijo de los Palacios durmiendo en la habitación de arriba en una zona en la que no debían estar. Frunció los labios y activó el computador. Tenía que hablarle al jefe para darle su ubicación.

-¿Agente Illescas? –preguntó el hombre con el pasamontañas.

-A su servicio, señor.

-¡Vaya! –exclamó-. Por un momento creímos que habían muerto en la explosión.

-¿Ya se han enterado de los sucesos?

-Sólo de lo relevante. El Allanamiento, la persecución, la explosión, el desorden público. Ya son noticia a nivel mundial –por alguna razón, eso le dio orgullo a ambos-. Sus caras ya fueron reconocidas, en todo el país ha empezado una búsqueda por traición a la patria. Eso sí, los quieren vivos.

-Bueno, algo tenía que salir de esto –le dijo con una ligera sonrisa.

-No se sienta tan orgullosa –le respondió, aunque llevaba el pasamontañas ella notó la amplia sonrisa-. Con esto ha puesto en peligro a todos y su mismo rango. Sabrá que ya no puede ser un agente encubierto y tendrá que limitarse a las acciones dentro del cuartel.

La noticia le borró la sonrisa del rostro, no se había percatado de ello.

-Además –siguió él-, desobedeció la orden que le di.

-Haga lo que sea necesario, pero no más de la cuenta –repitió aquella frase que él mismo le había dicho en las instrucciones.

-Exactamente, y las circunstancias dadas me indican que hizo lo que a usted se le dio la gana.

-No podía dejarlo ahí sin…

-Basta. Ya hablaremos más tarde de ello.

-Lo siento.

-Necesito saber su ubicación y estado exactos para mandar refuerzos que los escolten de regreso.

-Estamos en la zona que conocían como El Moralillo. Escondidos en una casa abandonada con algún drogadicto atado en una de las habitaciones de arriba.

-¿Y el muchacho?

-Arriba, supongo que dormido.

-¿Aún posee su computador?

-Afirmativo.

-Al menos no todo está perdido.

Hubo un silencio incómodo.

-Bien, en dado caso de que se presenten problemas, procure desactivar los computadores, por el momento eso nos ha ayudado mucho en las circunstancias en las que estamos. Esperaremos un rato más y, posiblemente, antes de mediodía, logremos sacarlos de ahí. No se expongan a ser vistos, ni salir del lugar, si hay alguna falla yo les avisaré.

-¿Han sabido algo de los agentes capturados esta mañana?

-Nada. Todos con excepción de los Palacios desactivaron las computadoras; ya sabe en dónde fue a caer el aparato de ellos. Así que no hemos sabido nada de nadie.

-¿Y qué hay de los infiltrados en el ejército?

-No se han comunicado con nosotros.

A ella no le gustó la respuesta pero se aguantó.

-Bueno, agente –prosiguió él-. En vista de que no hay otro asunto a tratar por el momento, será todo. Mañana enviaremos por ustedes, así que ahorita no se muevan, procuren estar salvos, y que pasen buenas noches –le dedicó otra notoria sonrisa bajo el pasamontañas.

La comunicación se perdió, quedando ahí, sentada en la oscuridad, sólo con el reflejo de la luna que se colaba por la ventana. Ella miraba su computador apagado.

-Idiota –murmuró.


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