top of page

El Régimen I: La Resistencia (Cap. 5)

Capítulo 5: La Persecución

La agente dejó al muchacho en aquella puerta y siguió avanzando. Se sentía cansada, pero ya había tenido momentos peores. Iba deprisa mas no al galope que ya llevaban desde que los descubrieron. Tenía muy en claro las instrucciones y, aun así, sabía que posiblemente ya estaba haciendo mal. En su mente se repetían las órdenes que le habían dado; en cierta manera se sentía culpable por desobedecer tanto. Siempre hacía lo que le decían, pero había algo que la obligaba a ser más humana esta vez, a pesar de que se tratara del hijo de los Palacios.

-¡Ahí va!

Ella se sorprendió cuando escuchó el grito. Los cuatro hombres iban detrás de ella una calle más atrás. Sus caras no eran muy agradables, y aunque tenían aquellas gafas oscuras pudo ver el cansancio en sus ojos, que posiblemente lo único que los hacía correr era la idea de atraparla y ganarse algún mérito por ella. ¿Tanto valía ya su cabeza? La idea se esfumó, sabía que el enfado era por haber entrado a la casa de los Palacios y quitarles a su hijo que ya era un problema para el gobierno.

En cuanto escuchó la frase aceleró el paso, aumentando su velocidad. Esos minutos que descansó le supieron a gloria; agarrar nuevamente el ritmo no fue tan pesado. Cruzó la calle y volvió a mirar hacia atrás, sintió al menos un pequeño alivio cuando se dio cuenta que los cuatro hombres seguían detrás de ella y habían pasado de largo al muchacho.

Tenía que correr y llegar al vehículo antes de que los hombres la atraparan. Ahí tenía la mochililla con su revólver dentro, pero sabía que todo era cuestión de tiempo para que las cosas sucedieran bien. Se pasó a la acera de enfrente, justo cuando doblaba la esquina escuchó a una mujer gritar. Siguió en su marcha, escuchó a un hombre que gritaba mucho, y se volteó un instante. Los trajeados ya no la perseguían, pero el alivio le duró poco cuando vio a dos de ellos dando vuelta en la esquina.

Lograba sacarles unos sesenta metros; ésa era la ventaja definitiva que necesitaba. Siguió corriendo, cruzó la calle, y dobló la esquina hacia la derecha. Cuando la vio sintió el alivio que necesitaba.

Su motocicleta resplandecía bajo los pocos rayos solares que lograban cruzar el follaje del árbol donde aparcaba. La motocicleta ya era un modelo viejo: color negro cromado del año 2023. A pesar del tiempo, los cuidados que le había dado la habían convertido en una buena herramienta de trabajo. Incontables veces hasta había ganado suspiros y admiraciones al pasar por la calle. Clásico, pero a la vez renovado para la época que era.

La mochililla estaba ahí, encima del asiento sujeta con una cadena. Recordaba el revolver: dos tiros y adiós a los sujetos, pero casi se le pasaba el hecho de que había dejado el arma hasta el fondo de la mochila, por si algún curioso se atrevía a mirar. No había tiempo, los hombres ya estaban pisándole los talones, así que únicamente llegó, se puso la mochila, quitó el candado al casco que estaba sobre el manubrio, y encendió la motocicleta mientras se lo colocaba.

Uno de los trajeados alcanzó a tomarla del brazo antes de iniciar su camino. Con un rápido movimiento sacudió el brazo y su puño fue directo a su rostro, rompiéndole la nariz. El sujeto se apartó con las manos sobre la cara; por las comisuras de sus dedos comenzaba a escurrir la sangre. El otro tipo dio distancia y sacó su pistola. Los dos disparos rebotaron entre las llantas. Ella se ponía en marcha, dándose a la fuga.

Tomó una dirección hacia atrás, como si quisiera seguir avanzando desde donde venía, rumbo al noreste, y dio vuelta hacia la derecha. Detuvo un instante el vehículo y pensó. ¿Se atrevería a desobedecer las órdenes o seguiría con sus principios? Cerró los ojos y lo meditó una fracción de segundo. Negó con la cabeza, regresando por donde minutos antes la habían seguido. Sabía que estaba haciendo mal, pero al menos esa sensación de humanidad regresaba. Al final, era el verdadero propósito de la organización.

Trató de no ir tan rápido por si notaba al chico, pero no se veía que hubiera corrido en dirección contraria. “Espero no te hayas quedado ahí mismo, pendejito”, se dijo así misma en cuanto captó la idea de la mujer gritando y el hecho de que sólo dos de los hombres la hayan seguido.

-¡SE FUE POR ALLÁ!

Una mujer afuera de la casa donde lo había dejado llamó su atención, señalándole el camino hacia la derecha; a unos pasos de ella estaba un hombre arqueado en el suelo, tosiendo como si estuviera a punto de vomitar. Posiblemente, era una de esas viejas chismosas que creían que por ayudar a la policía y al gobierno tendría alguna recompensa moral o material por parte de los gobernantes.

Asintió y dobló la esquina. Lo primero que vio fue a un muchacho muy agotado recargado sobre la pared con los brazos arriba y a los dos trajeados apuntándole con sus pistolas. Los tres voltearon a verla en cuanto llegó.

Se escuchó un motor a lo lejos. Por la esquina, dando vuelta, una motocicleta negra, dominada por la agente, iba en dirección a ellos. El chico la reconoció por las ropas aunque llevaba casco. Los dos tipos se aventaron al suelo cuando el vehículo quedó entre ellos y el muchacho. Ernesto no daba crédito a lo que pasaba.

-¡Súbete! –le gritó la chica.

Sin titubeos, Ernesto fue a colocarse atrás de la chica, abrazándola por la cintura, viendo cómo los hombres se volvían a poner a pie apuntando con sus armas hacia la motocicleta. Se escuchó un chillido de las llantas y el vehículo se puso en marcha, evitando las balas que golpeaban sobre el metal. Sólo fueron tres disparos hasta que ellos pudieron dar vuelta y seguir rumbo a la derecha. La chica ahora llevaba una mochila en la espalda. Ernesto estaba tan agradecido con ella. No creyó que volvería y ahí estaba, de nuevo salvándolo de aquellos hombres.

Cuando el peligro había pasado un poco y estaban a unas cuantas calles de donde había ocurrido el suceso, él se percató de lo que acababa de ocurrir. Jamás en su vida había montado en una motocicleta y, pese a que la idea en sí lo aterraba, sentía tanta euforia que quería gritar. Como quiera no dejaba de pasar el miedo que le producía estar en algún vehículo más viejo que él, y mucho menos no traer casco.

-Gracias por rescatarme –le dijo- creí que no regresarías.

Ella suspiró y miró al cielo por un segundo para no perder la concentración.

-Tuve que hacerlo, era mi trabajo.

-¿No tienes algún otro casco?

-¿Me ves, acaso, con otro en la mano?

Ernesto comprendió el sarcasmo y asintió en silencio. Ella se detuvo, se quitó el casco y se lo dio.

-Gracias. La verdad me da un poco de miedo estas cosas.

-Es fácil acostumbrarse. Procura agarrarte bien, pero donde toques de más te quedas sin huevos.

Prosiguieron el camino.

-¿A dónde vamos?

-Rumbo a Altamira, el cuartel está cerca de Ciudad Victoria.

-¿El cuartel?

-Te lo explicaré todo cuando las cosas se hayan calmado y estemos más tranquilos.

A cada momento la situación se tornaba más confusa. Ahora le esperaba un recorrido de, al menos, dos horas por autopista, en una motocicleta con una persona que no conocía y rumbo a un lugar que sólo Dios sabía dónde. Además, el hecho de ir en motocicleta hasta otra ciudad no le gustaba. Primero estaba la seguridad: no le parecía la idea por si el vehículo derrapaba o si ocurría algún incidente con un coche o autobús, preferiría tener algún cinturón de seguridad. Después, el hecho de ir tan expuestos, sobretodo cuando que gente armada de quién sabe dónde hubiera atacado su casa y perseguido con la única intención de asesinarlo. Un coche con cáscara metálica de perdido podría evitar algunas balas, ¿pero una motocicleta expuesta en plena autopista?

Y no, aquellos no eran los policías comunes que podría encontrarse en cualquier lugar, nunca había visto gente de esas fintas salvo en películas, y la idea de que la ficción pudiera mezclarse con la realidad le asustó. Tampoco eran soldados o alguna persona de guardia civil. Fueran lo que fuesen sabía que no eran los únicos cuatro en el país.

La chica siguió avanzando y giró repentinamente hacia la derecha cuando un edificio tapó la calle. Ernesto se aferró muy fuerte a la cintura de la chica en un intento de no caerse, ella volvió a girar hacia la izquierda para retomar el camino.

-Otro así y te quedas sin dientes.

-¡Oh! Disculpa –le dijo él, muy apenado -. La salida a Altamira está al final de la avenida principal, ¿por qué no tomas esa calle?

-Quiero quedar lo menos expuesta a la gente. He de imaginar que a estas alturas medio mundo estará avisado sobre nosotros dos, y no creo que sea bueno que vayamos tan campantes enfrente de todos; algún policía nos reconocería.

-Ok.

Luego de algunas calles, se toparon con un auto de policías. Ernesto ya se imaginaba lo peor, aunque podría pensarse que seguirían su rumbo después de todo. Los policías eran aquellos de los que normalmente se veían en la ciudad, de uniforme blanco con azul rey, con las botas, cinturón y guantes negros. Eran sólo dos y se encontraban recargados sobre el automóvil. En cuanto los vieron les pidieron que se detuvieran. Ernesto ya sabía por qué: el casco.

-Procura no hablar –le dijo la chica mientras detenía el vehículo.

Detuvo la motocicleta a unos tres metros del coche de policías.

-¿Pasa algo, señor?

Un policía se había acercado y la miraba de cabeza a pies, examinándola; su cuerpo emanaba cierta sexualidad innata. El otro se quedó en su lugar viendo la acción, tan cómodamente como si su importancia en sí no valiera nada.

-¿Por qué no trae casco, señorita?

-Discúlpeme, sólo tenía uno y lo lleva puesto mi hermano.

-Identificación, por favor.

La chica volvió a sacar su credencial para después dársela tan tranquila al hombre. Él la estaba leyendo cuando sus ojos se entrecerraron y las cejas parecieron juntarse. El señor la observó de nuevo.

-¿Cuál dice que es su nombre? –inquirió el sujeto.

-Patricia, como dice en la tarjeta.

-¿Y él es su hermano…?

-Julio.

El policía asintió levemente; apretó los labios en un intento de reconocer.

-¿De dónde vienen?

-De la casa de una tía.

-¿Y a dónde se supone que van?

-A nuestra casa, está cerca del antiguo aeropuerto.

-Permítame.

El policía fue con su compañero y le mostró la credencial con la que la agente se había excusado minutos atrás. Ambos hablaban viendo la credencial al mismo tiempo que la señalaban y se miraban atónitos uno al otro. Ernesto ya se imaginaba qué era lo que había pasado. Aunque sólo habían transcurrido unos minutos desde el incidente, era lógico que las autoridades ya debían haber estado alarmadas por el suceso ocurrido, junto con todo lo relacionado: credenciales (lo más probable falsas), el tiroteo, la motocicleta, el chico que escapó, la mujer. La chispa que le otorgó el viaje en motocicleta se esfumó y comenzó a sentir miedo de nuevo. Incluso imaginarse a mitad de una autopista, solos y expuestos, le era más favorecedor; hubieran tenido la oportunidad de huir.

-¿Qué está pasando? –le susurró Ernesto.

-Cállate y déjamelo a mí –le respondió la agente.

El policía regreso con determinación. Seguía mirando la credencial, como si en cualquier momento la persona delante de él fuera a cambiar.

-Lo siento, jóvenes, pero tendrán que acompañarnos a la delegación.

Ernesto aguantó la respiración con un miedo creciente dentro de él. Sin decir nada más, y sin que ella se diera apenas cuenta, le quitó las llaves a la motocicleta y esperó a que ambos bajaran por su propia voluntad.

La chica bajó apresuradamente y fingió estar sorprendida y asustada. Lucía convincente; el chico sabía que ella tenía un plan en mente.

-¡Pero oficial, sólo fue un detalle! En serio, lo siento, no… no sé en qué pensaba, por favor no lo haga…

-Lo siento señorita, pero así son las reglas.

-¡Puedo hacer lo que me pida! Lo que quiera… TODO.

El señor, de al menos unos treinta y tantos, suspiró y miró a su compañero. Ernesto comenzó a ver la lógica del plan de la chica, y se volteó sonrojado; parecía que ella solucionaba todo con insinuaciones sexuales.

-Señorita… no… no puedo…

-Lo que guste… -le dijo ella con una voz más seductora, acercándose cada vez más a él.

-No… yo…

Se podía notar la morbosidad del sujeto quizá a dos calles más de distancia mientras la agente se acercaba cada vez más y más a él. Las llaves colgaban en su mano derecha. Ella puso su cuerpo junto al suyo, eran casi de la misma estatura, mordía sus propios labios con cierta incitación; colocó sus manos sobre los hombros del policía y lo hizo… Un cabezazo puro y limpio fue dirigido contra la nariz del hombre. Él soltó las llaves y la chica desesperadamente las tomó. Encendió la motocicleta para irse, justo cuando el compañero corría hacia ellos, apuntando con la pistola.

-¡HEY! ¡HEY! ¡ALTO! –gritaba el policía.

-¡¿ESTÁS LOCA?! –le gritó Ernesto sorprendido, impactado y asustado.

-No me grites, imbécil, por mí seguiremos vivos.

-¡Acabas de lastimar un policía! ¡UN POLICÍA! ¡Es un delito!

Una sirena los sacó de su charla. El coche de policía los seguía por detrás, a toda la velocidad que podía.

-¡Tengo una idea! –exclamó la chica-. Cambio de planes, mejor sí quiero toparme con la gente.

Giró hacia la izquierda, reincorporándose a la transitada avenida que ya habían cruzado momentos atrás durante la persecución. La motocicleta siguió sin importar si los autos iban o venían, recibieron insultos por parte de todos. Otro policía, éste en una pequeña cabina, los comenzó a seguir. El otro coche apareció atrás a unos cuantos metros de ellos. A la chica no le quedó más que aumentar la velocidad.

Ernesto se aferró a la cintura de la muchacha sin importa qué era lo que ella pensaba acerca de su cercanía. La velocidad era tanta que la fuerza centrífuga lo empujaba hacia atrás, e incluso temía mover su cabeza.

-¡¿QUÉ HACES?! –le gritó Ernesto, el aire zumbaba y no los dejaba escuchar muy bien.

-En una calle tan transitada los policías no van a dispararnos, primero tienen que someternos.

Los coches dejaban el paso para que la cabina y el auto de policías circularan sin mayor problema. La gente en las calles se sorprendía y entraba a los edificios y construcciones, o se cubrían tras algún poste o monumento con miedo.

Aunque Ernesto nunca había visto a los trajeados, la policía era algo común en todas las ciudades mexicanas. Se dividían en policías de piso (aquellos en plazoletas, calles y lugares públicos que estaban a disposición de la seguridad de los transeúntes), si ellos tenían algún vehículo, apenas y era una simple bicicleta, aunque su armamento estaba conformado por un pequeño revolver plateado y una pistola eléctrica; su uniforme era verde oscuro y café. Luego estaban los policías de cabina, (puestos en avenidas principales y zonas claves), se les decía así porque viajaban en “cabinas”, un pequeño vehículo apto para una persona donde los policías podían hacer sus rondas; vestían de color guinda y blanco. Finalmente, estaban los policías de alto; ellos se dedicaban a recorrer la ciudad y siempre viajaban por parejas en un automóvil, si ocurría algún problema, podían llamar a los demás y solicitar refuerzos.

Los coches cabina eran cien por ciento eléctricos, por lo que la motocicleta, que aún funcionaba con gasolina, ya le había sacado demasiada ventaja. Los policías de alto ya le pisaban sus talones, a diferencia, sus vehículos eran híbridos.

Ernesto no sabía qué era lo que la chica se traía en manos, cómo se suponía que huirían si seguían avanzando hacia la salida de la ciudad y con una patrulla justo atrás de ellos. Giró la cabeza para dar un vistazo. El policía iba recostado en el asiento de copiloto con la mano sobre la cara y la sangre escurriendo entre los dedos. El otro iba manejando, con la mirada fija, decidida, y hablaba, no con el copiloto, sino, lo más seguro, a la computadora para pedir refuerzos.

La motocicleta salteaba a los coches que se cruzaban en su camino; en más de una ocasión parecía que iban a estamparse. Por poco y lo hacen cuando un autobús frenó enfrente de ellos. La gente gritaba por las calles, el sonido de la sirena era perturbador y estresante para los ciudadanos de una ciudad tranquila; hacía muchos años que no se vivían sucesos como esos.

La motocicleta frenó con un chirrido en el pavimento. La agente maniobró para no chocar: delante, habían bloqueado las calles con tres autobuses y otra patrulla. Dos policías de cabina estaban parados enfrente de ellos, apuntándolos con sus pistolas.

La chica sonrió maliciosamente y dio media vuelta, volviendo a pisar a fondo el acelerador. Todo fue tan rápido que Ernesto no se dio cuenta del momento en que ya estaban en marcha de nuevo. Siguió el camino de regreso. La chica pasó al lado de los policías de la patrulla, les levantó el dedo de en medio y aceleró aún más.

Cuando menos pensó, ya dos patrullas los seguían. Habían logrado bloquear algunas calles, así que las salidas para los lados no eran una alternativa, ni la mejor idea en esos momentos. Aunque los persiguieran y los amenazaran, era mejor seguir por una de las zonas más transitadas en la ciudad, los policías tenían prohibido disparar en los lugares donde hubiera mucha gente; además, lejos de las principales avenidas y lugares públicos, sólo disparaban si era necesario. La gente no solía meterse en problemas, y a ellos no les gustaba crear problemas con civiles inocentes. Algo irónico para la situación.

Siguieron avanzando con unos cuantos policías detrás de ellos. El viento que soplaba en sus oídos hacía que no notara los impulsos cardiacos y los efectos producidos por la adrenalina. El chico se aferraba fuerte a la cintura de ella, sin importarle qué era lo que pensara; era perder un diente más tarde o zafarse y darse contra el piso. Aún si quedara vivo, de seguro los policías le tenían preparados unos buenos golpes.

Un coche negro bloqueó la salida e hizo que la chica girara, derrapándose. Por un instante Ernesto pudo verlos: eran los trajeados. A él se le heló la piel en cuanto los vieron. Iban los cuatro, dos adelante y dos atrás, viéndolos a través de esas gafas oscuras. Sintió la mirada de cada uno y el rencor qué éstos les guardaban. Sabía que no los iban a dejar escapar tan fácil ahora; no les importaría si había gente o no en la calle, sus disparos en avenidas principales no estaban prohibidos.

-Mierda –musitó la chica antes de acelerar todo lo que pudo.

La policía pareció haberse detenido un poco, la velocidad y distancia entre ellos era muy marcada, apenas parecían unos diminutos puntos quedados atrás. El coche con los trajeados los perseguía a la par.

Tres disparos se escucharon y uno fue directo a la motocicleta, rebotando en el asiento, cerca del muslo de Ernesto. Él gritó junto con otras personas en la calle. Al parecer, a los trajeados no les importaba en lo más mínimo la seguridad de la gente que transitaba.

Otros dos disparos. La chica comenzó a conducir en zig-zag. Los coches le servían bien para adelantarse y protegerse, el auto de los trajeados no podía hacer lo mismo y disminuía un poco la marcha.

Otro disparo. Uno de los trajeados de la parte de atrás iba salido por la ventanilla con pistola en mano.

Continuaron con la persecución y reconoció el lugar donde estaba: la calle donde había ocurrido toda la conmoción minutos antes, cerca de su casa. Una larga fila de coches se interpuso entre ellos, sin ningún espacio para avanzar. Había ocurrido un choque y el tráfico estaba revuelto, por más que los conductores quisieran moverse no lo harían. Ernesto, al verlo, comenzó a temblar. Si se detenían no alcanzarían ni a moverse un metro cuando los trajeados ya le hubieran llenado la boca de plomo.

-No vamos a salir de ésta –dijo Ernesto.

-¡¿Cómo, putas, que no?! –le respondió la agente con una carcajada seca.

La chica subió la motocicleta a la acera, acelerando aún más. El coche negro los imitó. La gente corrió o se hizo a un lado, apartándose del camino, aventándose hacia otros lados. Dos disparos esta vez. La motocicleta volvió a retomar el camino.

-De mi mochila saca mi revólver.

Ernesto se sorprendió al escuchar las palabras.

-¿Qué?

-En mi mochila –repitió, irritada-. Mi revólver. Está hasta el fondo.

Se aferró con sus piernas al asiento y empezó a rebuscar con una sola mano entre la mochila, con la otra se sujetaba a la cintura de ella, lo cual parecía que no le agradaba mucho. Iba buscando a ciegas, tanteando los objetos por dentro de la bolsa, tratando de reconocer las formas. Sintió algunas telas, objetos de plástico, e incluso algo que le parecía una lata. Finalmente, escondido al fondo, un objeto frío y pesado, algo que reconoció como una pistola. A pesar de la velocidad a la que viajaban, la presión y el miedo a caerse, sacó el artefacto lentamente, con mucho miedo. Su mano temblaba. Y por fin pudo apreciar esa arma plateada.

-No te preocupes, tiene el seguro puesto.

Otro disparo. Vio unas chispas delante de él y la motocicleta por un instante perdió el control. Una masa de cabello negro fue a pegarse en la cara de Ernesto, impidiéndole la visión. Casi tiraba el arma al piso pero la sujetó fuertemente. Con la otra mano se aferró aún más a la cintura de la chica. Por instante, sintió miedo, tuvo la idea que se aferraba a un cadáver decapitado.

-¡MIERDA! –gritó ella- ¡DIME QUE AÚN TIENES EL ARMA!

Con el dorso de la mano que sostenía el arma, logró quitarse los cabellos de la cara. Una larga cabellera rubia se ondeaba con el aire delante de él.

-¿Estás bien? ¿Qué pasó?

-¡El arma! ¿La tienes? –insistió.

-Sí, sí. ¿Qué es lo que ocurrió?

Tres disparos esta vez.

-Perdí mi peluca. Necesito que quites el seguro y me des la pistola.

-¿Cómo, diablos, haré eso? ¡Jamás he usado algo así!

Las calles comenzaban a estrecharse, cada vez era más difícil realizar las maniobras para evadir los coches, a pesar que muchos se habían abierto al carril de un lado para dejar libre la persecución. La chica hizo un sonido que emanaba desesperación.

-Tira el martillo hacia atrás y dale vueltas al tambor, luego pones de nuevo el martillo y procura que no quede en las rendijas de afuera.

“Ni una puta mierda de lo que dice”, fue lo que pensó Ernesto. Nunca en su vida había visto en persona un revólver, al menos no sin un cristal que los separara en algún museo. Examinó el arma, supuso qué era lo que tenía que hacer, parecía recordar haberlo visto en alguna película u otro lado. Inclinó su cuerpo más cerca hacia ella y se sostuvo fuerte para poder usar ambas manos. Tiró aquella palanca que creía que era el martillo y giró lo que pensó que era el tambor. No sabía a qué se refería con lo de rendijas, pero regresó el martillo.

-Toma.

La chica cogió el revólver con la mano derecha, examinando el trabajo con un fugaz vistazo. Volvió a sujetar el manubrio de la motocicleta con revólver en mano.

-Bien hecho –lo felicitó. Él no pudo contener una sonrisa que mostraba su orgullo.

Otro disparo. La motocicleta comenzó a ir en zigzag, tratando de evitar a los transeúntes. Al menos, debido al tamaño de los vehículos, Ernesto y la agente iban ganando ventaja. La avenida que transitaban se volvía cada vez más estrecha; así continuaría hasta que llegaran al centro de la ciudad, donde las calles eran como cualquier otra. Aunque fuera una motocicleta, sabía que el tráfico iba a impedir que continuaran más allá.

-¿Alguna vez has conducido una motocicleta? –habló la agente.

La preguntó tomó por sorpresa a Ernesto, incluso más que con lo del revólver. A él la piel se le puso de gallina, ni siquiera le gustaban las bicicletas y consideraba que las motocicletas era una fuente de asesinato en las calles. ¿Conducir una? La idea le resultaba irreal, más irreal que todo lo que ya había ocurrido.

-¡NO! ¡JAMÁS! –respondió él con los ojos muy abiertos.

La respuesta tan efusivamente desesperada del chico le provocó una carcajada a la agente. Ernesto se indignó, tanto de la burla hacia él como del hecho de que algo así le provocara risa en aquellos momentos.

-Vamos, no es tan difícil –le dijo ella-. Es eso o aprender a usar el revólver, tú eliges.

-La moto.

Ella río aún más.

-¡Deja de burlarte! –le dijo él-. ¿Cómo pretendes enseñarme aquí y ahora, con todos estos tipos siguiéndonos?

-Easy, bitch –volvió a reir-. No es tan difícil, solo necesito que controles el manubrio. Esto es el acelerador, aquí están los frenos –se los indicó-, y sólo aprende a tener el control de la motocicleta.

-¡Pero jamás he conducido una! –replicó-. Ni siquiera he montado una bicicleta desde hace… ¡Años!

-Si quieres salir vivo de ésta sólo haz lo que te digo.

El muchacho aceptó de mala gana.

-Está bien. ¿Cuándo tomo el manubrio?

-En cuanto te diga. –Él asintió-. Y esperemos que todo salga bien.

-¿Esperemos?

Tres disparos.

-¡AHORA!

Ernesto pasó las manos rápidamente al manubrio dejando dentro de sus brazos a la chica. Ella sin quitar las piernas de su posición volteó todo el tronco de su cuerpo. El brazo izquierdo fue a pasar por encima del hombro de Ernesto, mientras su cabeza la apartaba de la vista del chico. Con la mano derecha apuntó y disparó una sola vez. Ernesto escuchó el disparo tan cerca que por un momento la visión se le borró, sintió como si le hubieran golpeado por dentro de los oídos; aún así, no soltó el manubrio de la motocicleta. Si no hubiera sido por el casco, habría perdido el control.

El disparo fue contra el vidrio del coche trasero. Pese a que no logró romperlo, pudo quebrarlo. La agente sonrió satisfactoriamente. Volvió a dar otros dos tiros más. Parte del cristal salió volando. Ella se giró precipitadamente y volvió a tomar control del manubrio, apartando al chico.

Ernesto se quedó congelado al ver lo que ella acababa de hacer.

-¡Pudiste haber matado a alguien! –le espetó.

-¡¿Qué, putas, querías?! –le respondió-. ¡SON ELLOS O NOSOTROS!

Se escucharon cuatro disparos al momento en que ella comenzaba a zigzaguear para evitar que un tiro les cayera. Uno pegó contra el cristal del retrovisor haciéndolo añicos, y él entendió a qué se refería con su frase. Las cosas se tornaban más difíciles.

Pasaron por debajo de un pequeño puente peatonal, de los más viejos que había en la ciudad, y por delante de un parque. La ancha avenida por fin se tornó en calle y el tráfico se desviaba. Estaban en el centro histórico, donde las calles de afuera rebosaban de tráfico y los principales sectores eran un paseo peatonal abierto principalmente a turistas.

La chica atravesó los conos que impedían el paso a los automóviles. Un policía de piso le gritó, pero a ella no le importó, ni tampoco los transeúntes que salían corriendo y gritando para ponerse a salvo de la loca en la motocicleta. El coche negro los seguía, brincando los conos y aplastando lo que se ponía en su camino.

El policía sacó una pequeña pistola. Antes de que pudiera hacer algo, uno de los hombres sacó su brazo por la ventanilla y le disparó de lleno en el abdomen. Ernesto volteó justo cuando el hombre caía al suelo, escupiendo sangre y con las manos en el vientre llenándose, poco a poco, del líquido rojo. Lo vio en lo que él sintió una especie de cámara lenta, a la vez en un momento tan rápido como para entenderlo y analizarlo todo en los tres segundos más lentos de su vida. Comprendió que la vida no se había vuelto bizarra como había pensado, sino todo lo contrario, ahora empezaba de verdad.

La motocicleta giró a la derecha, en dirección al ayuntamiento. En el momento en que daban la vuelta, la chica aprovechó y levantó el brazo derecho con el arma, disparando hacia el vehículo detrás de ellos. La bala entró por el agujero que se había formado entre los cristales y le dio de golpe en el hombro a uno de los sujetos que venían en la parte de atrás. La agente estaba orgullosa de su buen tiro. A pesar del disparo acertado, el vehículo no retrocedió; se veían dispuestos a cualquier cosa con tal de conseguir a aquellos dos.

En la siguiente calle estaba la plaza principal de la ciudad, con la catedral y el ayuntamiento frente a ésta. La gente gritaba asustada y corría en cualquier dirección para evitar que algo les sucediera. En lugar de seguir hacia delante, la chica giró y cruzó la plaza en forma diagonal.

Ernesto escuchó un disparo sordo. Un chico que pasó enfrente, brincando para evitar ser arrollado por el vehículo, en el aire juntaba los brazos a sus flancos y caía de golpe convulsionándose en el suelo; él levantó la mirada y vio a tres policías que los apuntaban con pistolas eléctricas. Se escucharon otros cuatro disparos más, mientras que la chica lograba evadirlos, igual que la gente que se atravesaba.

Pudo comprender el motivo de atravesar la plaza, les había dado mucha ventaja sobre el vehículo que no iba a poder pasar entre los árboles y estrechos caminos, en cambio, tuvieron que rodearlo.

La chica siguió una cuadra más adelante y giró hacia la derecha, en dirección al río que bordeaba los límites de la ciudad. La antigua plaza de La Libertad apareció a un costado de ellos, pero esta vez la chica continuó derecho. Ernesto sólo cerró los ojos cuando bajaron por la calle del mercado que estaba enfrente, un mercado de artesanías y recuerdos de la ciudad. El vehículo negro los seguía muy de cerca, sin importarle las personas que fueron arrolladas por interponerse en su camino.

Continuaron una calle más, pasando entre el mercado, y dieron vuelta hacia la derecha. La calle era de un solo sentido, pero a ella no le importaba, muchos autos se orillaron y la dejaron pasar; les dio más tiempo para evitar al coche que los perseguía.

Una persona insultó a los trajeados por ir en un sentido contrario, y uno de ellos tan sólo sacó el arma y le disparó en la cabeza sin detener el vehículo. Los demás coches al ver el incidente abrieron paso, dejando una vía de acceso al vehículo negro. La carrera volvió a tomar su curso.

A pesar de que se adelantaron un buen tramo, no faltó mucho para que los trajeados le siguieran la pista. Aunque la motocicleta podía ir mejor que el vehículo, no les garantizaba una ventaja mayor a doscientos metros. La calle comenzó a hacerse más ancha, el coche negro tuvo mayor espacio para alcanzarlos.

Ernesto volteó y vio la entrada a una laguna a su derecha, por el lado izquierdo estaba el río Pánuco, escondido por algunas casas. No sabía exactamente a dónde se dirigía, pero la salida los llevaría a San Luis, algo desviados de su actual destino. Tres disparos sacaron al chico de sus pensamientos.

-¿Sabes nadar?

-¿Eh? -A Ernesto le confundió la pregunta.

-¡Que si nadas! ¿Saber nadar?

-Eh… pues sí, pero, ¿por qué la… -y vio la masa azul.

En cuanto reaccionó y supo que estaban rodeados de agua sabía que lo que se venía no era bueno. ¿Había algún bote o submarino esperándoles? Ya con todo lo que había ocurrido, la idea aún más loca parecía la más acertada.

Dos disparos más.

La chica controló la motocicleta con una sola mano y se volteó a disparar con la otra; no hirió a nadie, pero pudo quitar otro pedazo del parabrisas. El coche se acercaba cada vez más. El tráfico había disminuido notablemente, y no era difícil acelerar el paso para alcanzarlos. Las casas desaparecían por completo y eran remplazadas por follaje y maleza.

-Necesito que busques en mi mochila una esfera pequeña, tiene un botón –le ordenó ella.

Ernesto esculcó a tientas dentro de la bolsa hasta que localizó lo que pensó que podría ser. Lo sacó. Una esfera negra, pequeña, que cabía en su mano, tenía cuatro líneas y todas se juntaban en algo que parecía un botón. Pese a su tamaño, se sentía pesada.

-¿Ésta?

Ella volteó y volvió a girarse para dispararle al coche una vez más; ellos devolvieron el tiro con otros tres que apenas lograron evitar.

-Dámela.

Ernesto obedeció.

Casi chocan con un auto cuando se incorporaron a la carretera que los sacaba de la ciudad. Por delante había un puente y el río se visualizaba a la izquierda, a la derecha la entrada al río Tamesí. Ella respiró hondo.

-Me he acabado las balas, si esto no funciona no sé qué haremos.

Disminuyó un poco la velocidad, permitiendo que el coche se acercara aún más. A unos pocos metros, la agente mantuvo la distancia cuando ya iban sobre el puente. A Ernesto se le hacía raro que no les dispararan. Ella tomó la esfera, le quitó el seguro que rodeaba el botón con los dientes, y lo aplanó.

-¡ÁGARRATE!

Con un movimiento rápido lanzó la esfera hacia el coche negro mientras giraba la motocicleta hacia el río. Para Ernesto todo se volvió blanco, sus oídos tronaron y sintió el agua entrando por su nariz.


Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
No hay tags aún.
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page