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El Régimen I: La Resistencia (Capítulo 6)


Capítulo 6: El Vicioso

La explosión hizo que la motocicleta saliera disparada por los aires. Ernesto quedó deslumbrado por el fuego que los envolvió durante unos segundos. Sintió el calor abrumador en los brazos y su espalda, a pesar de traer la mochila colgada; los oídos le estallaron y ensordecieron de momento, escuchando solamente un pitido. Intentó tomarse por la cintura de la agente, pero ya iba en el aire moviendo los brazos. Trató de caer lo más verticalmente posible en el agua, mas no fue suficiente y logró sentir el choque del agua en el cuerpo, como si lo hubieran golpeado con una tabla.

El contacto con el agua le llenó los pulmones de golpe e hizo que le doliera la cabeza; el aire le faltaba y no sabía dónde buscarlo. Movía los brazos, pataleaba desesperadamente, no sabía si seguía hundiéndose o ya se acercaba a la superficie. Todo le daba vueltas, la turbia agua del río no dejaba ver nada; se sentía fuera de lugar.

Algo le golpeó en la cabeza y luego en el hombro, se percató que aún llevaba el casco puesto. Comenzó a forcejear para tratar de quitárselo, pero algo lo jalaba de nuevo a su sitio, parecía estar atascado con alguna correa. Le faltaba aire, lo necesitaba desesperadamente.

Sintió que lo tomaban por la muñeca, jalándolo hacia arriba. El espacio se acomodaba en su respectivo lugar. Recibió un alivio enorme cuando sintió el golpe del aire en la cara, aunque el casco aún le resultaba molesto y contenía agua adentro. Trató de sacárselo, pero no podía.

-Espera, está atorado con un hilo –habló alguien por detrás de él, la voz sonaba lejana y apagada; el pitido en sus oídos era persistente.

Unas manos lograban desatorar el casco y él volteó. Ahí estaba la agente con apenas la cabeza saliendo a la superficie.

-Baja más el cuerpo, procura que no te vean y sígueme.

Nadaron apenas con las cabezas visibles, muy cautelosos, pero a prisa. En la parte de arriba se escuchaba aún el sonido que producían las llamas sobre metal caliente. Algunos pedazos de lo que era el coche colgaban sobre el puente, otros tantos habían caído al río.

-Sígueme rápido –le indicó ella.

Ernesto no sabía de dónde estaba sacando tanta fuerza de voluntad. Sentía que en cualquier momento se iba a desmayar; tenía hambre, temblores, y el cuerpo frío.

Salieron apresuradamente del agua, escondiéndose por debajo de uno de los pilares que sostenían el puente. Ya se escuchaba el murmullo de la gente que estaba arriba observando lo que había sucedido; algunas cabecillas se asomaban y miraban al agua en busca de la motocicleta con los dos jóvenes en ella. Era un alboroto.

-Hay que esconderse –le dijo la agente.

Con los sentidos en alerta, continuaron caminando y avanzaron sigilosamente entre los arbustos. La tarde comenzaba, pero el sol aún se mantenía en un buen lugar para dar calor. Muchos coches se habían detenido cerca de las entradas al puente y varios policías se encontraban en el lugar dando nota de los hechos. Las personas estaban ahí, viendo todo, alertas a cualquier situación, pero toda la atención se centraba en el coche recién explotado.

Ernesto sólo había pasado por esos lugares cuando viajaba por carretera, el puente daba acceso a una autopista que llevaba hacia Ciudad Valles, en el estado de S

an Luis Potosí. Siempre que transitaban, veía árboles y maleza. Sabía que ahí era donde se ubicaban los mejores puestos para la venta de mariscos unos cuantos años antes, mas nunca se había percatado de las casas abandonadas de los alrededores. Era muy extraño que estuviera alguna vez en esos puntos de la ciudad.

El terreno lucía solo, olvidado. Las casas no parecían haber sido saqueadas, sino, todo lo contrario, abandonadas. Las puertas y ventanas cerradas, aunque algunas rotas y hurtadas, pero aún se veían con cosas en su interior. La vegetación era abundante y la maleza había crecido tanto que la hierba fácilmente los cubría. Sin embargo, se formaban algunas veredas sin hierba, caminos que parecían recorrer entre casa y casa.

-Por aquí, y evita voltear hacia la gente, hazme caso en cualquier cosa que te diga –le ordenó la chica en voz baja.

Ella comenzó a caminar con las rodillas flexionadas y la cabeza gacha entre los lugares con más vegetación, él la seguía de la misma forma. Trataban de ocultarse entre las sombras de los árboles, si notaban que alguien intuía su presencia viéndolos desde el puente se agachaban aún más.

Por fin llegaron al portón de una casa sola, quedaba encerrada entre unos altos muros que evitaban bien ser vistos desde el puente. La puerta, aunque era maciza, no se había fijado por el óxido, lo cual indicaba que no hacía mucho la acababan de abrir.

Entraron al lugar. Era un solo pasillo que terminaba en un pequeño patio y seguía con una construcción atrás. Por el lado izquierdo, había puertas y ventanas, y la casa entera era de dos pisos, parecían ser departamentos pequeños. Por dentro de las ventanas se veían cosas con polvo y mugre acumuladas. Un vidrio había sido roto, adentro las cosas se veían revueltas, esculcadas, había mucho desorden en su interior, comparado con los demás cuartos.

Un golpe al fondo los hizo ponerse alerta.

-Mantente atrás de mí –le dijo la chica a Ernesto.

Ella sacó el revólver de su bolsillo. A él le sorprendía que no lo hubiera perdido con la explosión.

-¿Aún tienes balas? –le preguntó, había contado los disparos.

Ella se limitó a mirarlo para que se callara. El chico asintió en silencio.

-¿Quién está ahí? –gritó una voz.

Nadie respondió.

-Les estoy hablando, ¿quién, chingados, es?

Escucharon cómo se acercaba alguien. Doblando al pasillo salió un hombre. El señor parecía que no había comido, ni se había bañado en unos días, tal vez meses. Iba con ropa sucia, su cara demacrada llena de una barba no cuidada, y la piel pegada a los huesos; sus dientes estaban podridos, los ojos rojos con pupilas dilatadas, y el cabello largo y graso. Las manos le temblaban, pero aun así era capaz de levantar el peso del machete que llevaba por un lado. Lucía enojado.

-¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

-Sólo queremos un lugar para descansar –le respondió ella, mantenía el revólver oculto detrás de la espalda.

-Váyanse a la chingada. Aquí es mi casa.

-Sólo por hoy y nos iremos mañana, señor.

El sujeto comenzó a mover la cabeza, riéndose solo.

-No… ustedes me mienten –los señalaba con el machete, se iba acercando poco a poco-. ¡A ustedes los han mandado! ¡SÍ! ¡Esos putos los enviaron! ¡Vienen a llevarme! ¡Pero se llevarán pura verga, pendejos!

La chica sacó el revólver y lo apuntó.

-No queremos problemas, señor, baje el machete –le dijo ella, también acercándose lentamente; Ernesto ni siquiera se movía.

-¡Pinches abusivos putos! Siempre con sus pinches pistolas. A ver, éntrele a los madrazos, me vale madre que sea vieja. ¡Todos son unos pinches putos cobardes malparidos!

-Señor… -¡Cállate el hocico, pendeja!

El hombre se fue hacia la agente, blandiendo el machete de un lado hacia otro. Ernesto se pegó lo más que pudo hacia la puerta, ella se aventó hacia el sujeto. En un movimiento rápido, metió su revolver al bolsillo, esquivó un tajo del machete en el estómago, cogió al señor por la muñeca derecha, y logró voltearlo, tirándolo al suelo. Logró someterlo con las manos por detrás de la espalda. Con una sola mano, ella lo sujetó y apoyó la rodilla sobre su espalda para inmovilizarlo, con la otra sacó el revólver.

-¡PINCHE PUTA! –gritó el señor -. ¡Suéltame, pendeja! Hija de…

Logró callarlo con un golpe en la nuca con la empuñadora del revólver. El chico se quedó petrificado, con los ojos abiertos, la respiración rápida y profunda.

-¿Lo mataste?

Ella negó con la cabeza

-No, sólo lo noqueé.

-¿Habrá más? –inquirió con miedo.

-No lo creo, ya hubieran aparecido –miró detenidamente a los alrededores-. Por si las moscas, vamos a buscar.

La chica tomó el machete y caminaron sigilosamente por la casa. El edificio estaba abandonado. Olía a excrementos, orines y suciedad. En la sala principal de la construcción trasera estaba un sofá sucio con una sábana. Muchas revistas, ropa y cosas tiradas por todos lados. Abajo sólo era un comedor, una sala, un baño y una cocina. Ernesto casi se vomita cuando abrieron la puerta del baño; había demasiada material fecal por todo el cuarto. En la parte de arriba sólo dos habitaciones con un baño y una recámara vacía.

Había mucho polvo, al parecer nadie había subido en años. Las ventanas estaban cerradas, aunque las cosas parecían haber sido roídas por ratones u otros animales. Los muebles apolillados, pero las camas tan intactas que las sábanas se habían hecho duras a causa de la humedad.

Volvieron junto al cuerpo del señor inmóvil. Buscaron cuerdas y cordones, y lo amarraron. Juntos lo cargaron, dejándolo en una de las habitaciones de arriba. A pesar de ser casi sólo huesos, pesaba mucho. Estaba muy rígido, tanto que Ernesto llegó a pensar que había muerto, pero seguía caliente y respirando. La agente sacó una camisa de una vieja cómoda y la hizo tiras; con ella amordazó al sujeto y lo dejaron solo.

-Subiré más tarde a ver cómo sigue y darle algo de comer.

A Ernesto lo tomó por sorpresa el comentario, imaginaba que ella no era la clase de persona que se preocupa por otros.

-¿Pasa algo? –ella se percató de su reacción.

-No, no, sólo que… Bueno, después de que lo golpeaste, sometiste y noqueaste, no creí que te fueras a hacer cargo de él, así, sin más.

Ella suspiró.

-Lo que hice fue en defensa de nosotros dos. Yo quería razonar con él, pero, por lo que viste, no iba a escuchar nada. Él no tiene la culpa de ser así. ¿Ves las condiciones en las que vive? Sólo defiende lo que ya no debe perder –volteó a mirarlo-. No deja de ser una víctima más de todo.

El chico se quedó callado siendo sorprendido por esa lástima que ella sentía hacia el hombre; después preguntó:

-¿Y qué es lo que cuida?

-Su casa.

-¿Realmente crees que todo esto es su casa? ¿Por qué, entonces, todo está acomodado y encerrado? Claro, lleno de polvo, pero acomodado.

-Debió haber llegado aquí hace tiempo. No es en sí su casa, casa, pero aquí ha de estar viviendo desde hace unos días, tal vez meses.

-¿Crees que sea uno como esos de los trajeados?

La pregunta pareció ofenderla. Miró a Ernesto con cara de pocos amigos.

-No. Sólo es un maldito vicioso que busca refugio. Ve su estado. De seguro ha inhalado más tiner en una semana que lo que tú has usado en tu casa en 10 años.

La chica comenzó a andar hacia la salida.

-Iré a checar los cuartos de abajo.

Ernesto la siguió. Sólo una habitación tenía la puerta abierta, las demás estaban cerradas, y no se veía rastro de que alguien hubiera estado en su interior en mucho tiempo. El cuarto, el último de todos y más pegado a la casa, tenía tanto polvo que las pisadas quedaban marcadas en el piso; los muebles estaban recubiertos de telarañas y en la pared del fondo había una gran mancha marrón. La chica esculcó entre los cajones de una vieja cómoda, encontró ropa que a pesar del tiempo se conservaba bien. Tomó unas playeras y pantalones, y le ordenó a Ernesto que salieran.

Regresaron a la casa, en cuestión de minutos les fue fácil adaptarse al mal olor. Ya lo único que ambos querían era descansar. La chica fue a un pequeño patio trasero y se quitó la ropa mojada, colgándola en un tendedero bajo sombra. Ella quedó ahí, sólo en ropa interior. Ernesto no se molestó en desviar la mirada.

-¿Qué? –le espetó ella-. ¿Nunca habías visto tetas?

Ernesto se volteó sonrojado. También se quitó la ropa y la puso en el lazo. Ambos cogieron una parte de la ropa seca que habían tomado del cuarto y se vistieron. Ya en la sala se dedicaron a sacar las cosas de las mochilas, acomodándolas en el suelo para que se secaran. Hicieron una hilera de lo que llevaban con ellos. Él su comida y sus ropas que también fueron a parar al tendedero. Ella dejó una hilera de barras nutritivas en plástico, algunos artefactos que Ernesto no identificó (aunque sí vio otras dos esferas como la de la explosión). Puso el revólver en el suelo, junto a una pequeña navaja, y su cambio de ropas fue a dar lugar a que se secara.

Ahora que ya estaban tranquilos y relajados. Ernesto tenía muchas preguntas por hacer pero sabía que aún no era el tiempo. Ella casi no se abría al diálogo y sólo hablaba lo elemental para responder directamente o insultarlo de vez en cuando.

Ya empezaba a oscurecer, Ernesto no había comido nada desde el desayuno y estaba sentado en el suelo con sus brazos rodeando sus piernas. La agente había pasado casi todo el tiempo en el patio, esculcando la casa o cerrando las puertas exteriores para que nadie entrara.

Los recuerdos de sus padres comenzaron a llenarle la mente y no pudo evitar comenzar a llorar. Se sentía impotente, culpable, y, en cierta manera, acechado. El cuerpo le dolía, estaba demasiado cansado, los brazos y espalda le ardían y sus piernas eran lo que más le atormentaba.

Escuchó que la agente regresaba y, rápidamente, se limpió los ojos pese a que la cara le quedara aún hinchada y roja. No quería mostrarse débil, al menos no con que ella que parecía no tener ningún sentimiento. La chica pasó a su lado, viéndolo ahí, tumbado; sin decir nada tomó una botella de agua y una de sus barras nutritivas, y se las ofreció.

-Gracias, pero no tengo hambre.

Ella no se movió.

-No has comido nada y todavía mañana nos toca otra chinga, tal vez peor que ésta. Lo que menos quiero es cargar con un anémico, y si te desmayas en el camino te dejaré tirado.

Él aceptó de mala gana y comenzó a comer. Sabía raro, y no era en sí un manjar, pero de todas maneras terminó con la barra.

-¿Qué es esto?

-Una barra de proteínas y carbohidratos. Tiene más calorías que una hamburguesa.

Él sólo asintió, apretando los labios.

La chica se pasó las manos sobre el cabello, suspirando.

-Sé que todo ha sido nuevo y difícil para ti, que es un cambio repentino a lo que ya estabas acostumbrado. Pero te prometo que las cosas estarán bien, sólo hay que aguantar un poco más. Saldremos de aquí, estaremos en protección completa, buscaremos a tus padres, y todo volverá a la normalidad.

Por primera vez, ella le dedicaba una sonrisa verdadera. Aunque él aún no sabía quién era ella en verdad, su gesto le provocó calma. Le devolvió la mirada directa, sonriendo lúgubremente.

-Ve a descansar, mejor, mañana ya veremos qué hacer.

Ernesto la obedeció y subió al segundo piso. Hizo una parada al baño; al menos para su fortuna, seguía intacto y lejos de los olores del baño de abajo. Se dirigió a la recámara vacía, acostándose en la cama sin importarle lo sucia que estaba, de todas maneras, él no estaba tan limpio que digamos.

Su cuerpo se sentía más cansado aun. Los pies y manos le palpitaban, sentía el ritmo cardiaco muy acelerado y sus ojos le ardían aún más que el raspón de bala que tenía en el brazo. Cerró los párpados un instante, el cansancio lo venció enseguida.


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